Extracto del curso de verano sobre la relación Islam-Occidente organizado por la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense.
El término islamofobia, es decir, fobia al Islam, es un término de nuevo cuño, para el que aún no existe una definición consensuada ni una enunciación jurídica. Pero el mero hecho de que haya sido aprobado por la Unión Europea, revela que la actual animadversión hacia los musulmanes y el Islam en Europa, y en el mundo, en general, se está convirtiendo en un problema.
Recientemente se publicaba, de hecho, un informe redactado por el Observatorio europeo del racismo y la xenofobia, titulado: “Musulmanes en la Unión Europea: discriminación e islamofobia”.
El propio Ministerio español de Asuntos Exteriores ha auspiciado un congreso sobre islamofobia para este otoño, aprovechando la Presidencia española de la OSCE (Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa).
Ello no es casual. Pero, si el término es nuevo, no así el contenido ni las intenciones que esconde dicho fenómeno. Por ello, trataré de hacer una breve descripción de sus manifestaciones a lo largo de los últimos siglos, a través de distintas corrientes de pensamiento europeas.
El siglo XVIII
El profeta como hombre de estado
En el siglo XVIII surge en Europa una corriente de estudios del Islam que, por primera vez, trata de verlo desde un punto de vista positivo y con cierto rigor, aunque los primeros estudios sistemáticos de lengua árabe habían comenzado en el Collège de France de París en 1587, y en 1613 se creó una cátedra de árabe en la universidad de Leiden, seguida de otras en Cambridge y en Oxford.
En 1708 Simon Ockley escribe el primer volumen de “Historia de los sarracenos”, en el que describe un perfil positivo de la aportación de los árabes a Europa, llegando a decir que trajeron:
“…cosas de la Necesidad Universal, el Temor de Dios, la Regulación de nuestros Apetitos, una Economía Prudente, la Decencia y la Sobriedad del Comportamiento”.
El orientalista inglés George Sale (1697-1736), por su parte, hace una traducción del Corán relativamente fidedigna, y Voltaire (1694-1778), en su “Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones”, aporta una visión favorable del Profeta Muhammad, como excelente hombre de estado. El historiador francés Boulainvilliers (1658-1722) consideró al Profeta como uno de los hombres más relevantes de la Historia, y el historiador inglés Edward Gibbon (1737-1794), en su célebre “El decline y caída del Imperio Romano”, alabó el monoteísmo del Islam, y el propio Corán era según él “un testimonio glorioso de la unicidad de Dios”.
En cuanto a Joseph White (1746-1814), uno de los primeros arabistas de Oxford, tildó a Muhammad de personaje extraordinario dotado de una gran alma.
El Islam, sinónimo de fanatismo
No obstante, tras este intento de “reparación” histórica, propio de la Ilustración, persistían los viejos clichés procedentes de la cristiandad y la época de las cruzadas. Entre estos estereotipos, destacaba el de Muhammad como gran estadista, pero no como profeta imbuido de una misión revelada. En el fondo, era considerado como un hábil impostor, audaz e inteligente, pero no como un hombre espiritual y de paz. El Islam fundó un gran imperio y fue superior en algunos aspectos al cristianismo, como aseguraba Voltaire, pero lo hizo por medio de la espada y no de los argumentos. Era una religión natural, y no revelada, que tomó prestadas sus creencias de las escrituras anteriores.
Los mismos autores que señalé anteriormente, cuyo enjuiciamiento del Islam y del Profeta fue en ocasiones positivo, oscilaron sin embargo a lo largo de toda su obra, caracterizada por una relación de amor / odio hacia el Islam y su Profeta.
El paradigma de esta relación esquizofrénica, podríamos decir, lo representó el filósofo francés Voltaire. Fue autor en 1741 de la tragedia “Mahoma o el fanatismo”, donde no escatima insultos y necedades. Sin embargo, en su “Ensayo sobre las costumbres” de 1756, es capaz de afirmaciones como que el Islam trajo consigo “El mayor cambio que la opinión haya producido sobre el globo”.
Esto no quita su animadversión, en general, hacia la religión, o mejor dicho, sus enormes contradicciones. De hecho, prácticamente sólo utiliza el Islam para denigrar al cristianismo, y a los árabes, para insultar a los judíos.
El fanatismo, en efecto, es ya entonces una de las armas más empleadas para acusar el Islam. Este término se utilizaría, al parecer, desde finales del siglo XVII, procedente del latín fanatiens: “inspirado, en delirio”. Sería empleado frecuentemente por Ockley y Boulainvilliers. En este sentido, propondré otro ejemplo de la dicotomía que ha caracterizado la obra de estos autores a lo largo de su vida.
Si Boulainvilliers reconocía que los árabes de los primeros tiempos del Islam eran “espirituales, generosos, desinteresados, bravos y prudentes”, también llegaba a afirmar cosas tan contradictorias como que los mismos árabes habían traído numerosas desgracias a la Historia.
“Fue un fanatismo de la Religión, que les llevó a todos a la vez, como por encantamiento, a una conducta tan cruel: fanatismo sostenido por la estima que tienen del libro en el que su Religión está contenida…”.
El Islam, una religión impostora
“…El santo profeta no sabía leer ni escribir: de ahí el odio de los primeros musulmanes contra todo tipo de conocimiento; el desdén que se ha perpetuado entre sus sucesores, y la más larga duración basada sobre las mentiras religiosas en las que se han empeñado”.
Esto dijo el famosos escritor y enciclopedista francés Diderot en “Cartas a Sophie Volland”, de 1759. Diderot fue sin duda uno de los más acérrimos detractores del Islam, y lo tachó, como tantos otros, de impostura.
Aún los autores que reconocían cierta o bastante valía en la misión de Muhammad, como Sale, ponían en duda la naturaleza revelada del Corán. Así éste último, en su introducción a su traducción del Corán, afirma que Muhammad no estuvo directamente inspirado por Dios, y que Dios había utilizado sus cualidades y sus intereses humanos,
“…con el fin de ser una plaga para la Iglesia cristiana, que no vive de acuerdo con la religión muy santa que había recibido”.
Más adelante veremos cómo esta teoría del Islam como azote del cristianismo se perpetúa a lo largo del siglo XIX.
El propio Gibbon, uno de los especialistas supuestamente más respetuosos, vino a decir a propósito de la naturaleza divina del Corán, que era una patraña solamente creíble por las mentes no cultivadas. Así,
“Este argumento se dirige de forma convincente a un árabe devoto cuya mente esté en sintonía con la fe y el éxtasis, cuyo oído se deleite con la música de los sonidos, y cuya ignorancia sea incapaz de comparar las producciones de la genialidad humana. El infiel europeo será incapaz de captar el estilo rico y armonioso; examinará con impaciencia la inacabable rapsodia incoherente de fábulas, preceptos y arengas, que raramente despierta un sentimiento o una idea, que unas veces se arrastra entre el polvo y otras se pierde en las nubes”.
Por supuesto, la idea del Islam como religión no revelada y que había tomado prestado sus creencias del cristianismo se perpetuará hasta la actualidad. En el siglo XIX, el orientalista escocés William Muir (1819-1905), había escrito una biografía del Profeta, y aseguraba que en el Islam:
“Hay suficiente verdad, una verdad tomada prestada de las Revelaciones anteriores, pero moldeada de forma diferente, para que desvíe la atención de la necesidad de saber más”.
Algunos autores contemporáneos, como el profesor de filosofía política en la Universidad de Québec, Thierry Hentsch, sostienen que también se produjo en el siglo XVIII una teoría que emparentaba el Islam con un cataclismo de la Historia, así como con el despotismo, como bien lo ilustraba el pensador Montesquieu.
Por lo demás, los estereotipos se prolongan hasta el infinito, y así, el Corán es un libro aburrido y lleno de embrollos, y el Islam incita inexorablemente a la lujuria. Los musulmanes no han aportada nada, o poca cosa a las ciencias y el arte universales.
El siglo XIX
El espítiru colonialista
En el siglo XIX Europa se lanzó a colonizar el mundo, desde una mentalidad de provecho, desde luego, pero también civilizadora. Ello condicionaría su visión de los demás, siempre desde una perspectiva de superioridad. La evangelización del infiel, se convierte así en una necesidad. También crecerá el número de viajeros occidentales que se interesan por Oriente y los territorios colonizados, ya sean éstos India o el Mundo Árabe.
El mundo arabo islámico fue colonizado desde el 1830, en que Francia invadió Argelia. En 1839 los británicos colonizaron Adén, en Yemen; entre ambos se apropiaron de Túnez (1881), Egipto (1882), Sudán (1898), así como Libia y Marruecos (1912).
No es de extrañar pues, que, como dice la teóloga británica Karen Armstrong:
“Hoy el mundo musulmán asocia imperialismo occidental y misiones cristianas con las cruzadas, y no se equivoca al hacerlo”.
Pero aparte de evangelizar las poblaciones dominadas, en razón de una supuesta superioridad racial y cultural, se hacía además necesario conocer la mentalidad del pueblo colonizado, para alcanzar el éxito en las campañas. Por ello, los estudios orientales y africanistas conocieron un gran avance, no siempre exento de una visión tendenciosa, como era de esperar.
Por lo demás, la idea del nacionalismo y la supremacía cristiana cobran un auge nuevo. En este contexto, el ideal de las cruzadas tomaría un nuevo impulso, en boca, por ejemplo del escritor apologista cristiano Chateaubriand (1768-1848), que magnificó este concepto en su “Viaje de París a Jerusalén y de Jerusalén a París”. Así se expresaba éste último en “Memorias de Ultratumba”:
“Más vale mil veces para los pueblos la dominación de la Cruz de Constantinopla que la del Creciente. Todos los elementos de la moral y de la sociedad política son en el fondo cristianismo, todos los gérmenes de la destrucción social están en la religión de Mahoma”.
Hubo un retroceso en cuanto a las ideas de apertura del Islam, y surgió nuevamente la idea de enfrentar el Islam contra el cristianismo. Esto fue patente entre los británicos del Imperio, y un nuevo espíritu evangelista surgió con fuerza. No sólo los misionarios, sino también funcionarios se vieron imbuidos de este nuevo espíritu evangelista. Uno de ellos, el escocés William Muir, había publicado un artículo llamado “la controversia islámica”, en el que afirmaba que el Islam, “…es el único adversario franco y peligroso del cristianismo… un enemigo activo y potente…”
Cierto que este ansia de dominación se entremezclaban elementos de fascinación por lo oriental, como veremos que sucedió con las corrientes del Romanticismo. Hípolito de Villeuneuve, miembro de la Academia Real de Ciencias, Bellas Artes y Letras de Marsella, hizo la siguiente alocución ante el embarque del poeta Lamartine hacia el Levante:
“Oriente, tierra de potentes recuerdos, cuna del mundo, fuente de divinas creencias, Occidente te quiere poseer; vamos a conquistarte, deseamos poder llevarte libremente nuestros honores, como hijos píos que arden por honorar y glorificar a sus madres.”
Los primeros orientalistas y arabistas. El racismo.
Por otra parte, surge el primer intento serio de conocimiento de lo que se llamó Oriente, dentro de lo cual estaba situado el mundo árabe, en la figura de Silsvestre de Sacy, profesor de árabe a finales del s.XVIII en la recién creada Escuela de Lenguas orientales vivas de Francia, de la que llegó a ser director. De Sacy, escribió una crestomatía árabe en tres volúmenes y acordó gran importancia a la poesía y otros aspectos de la cultura árabe, que conocía en profundidad. Dejó una gran impronta en los posteriores estudiosos alemanes, franceses, noruegos, suecos y españoles.
Pero su alumno más destacado fue el influyente arabista francés Ernest Renan (1823-1892), a quien debemos algunos de los pasajes más racistas de la historia del arabismo y el orientalismo. Era un apologista de la raza y la identidad aria y, desde su gran erudición y conocimiento del método científico, denigró los pueblos semitas, tachándolos de simples e infantiles, entre otras cosas. Fue un gran precursor del ideario nazi.
Estas son algunas de sus declaraciones:
“El Islam es la más completa negación de Europa. El Islam es el desdén por la ciencia, la supresión de la sociedad civil, es la espantosa simplicidad del espíritu semítico, encogiendo el cerebro humano, cerrándolo a toda idea delicada, a todo sentimiento fino, a toda búsqueda racional, para ponerlo frente a una eterna tautología: Dios es Dios”. Para Renan, judíos y musulmanes no tenía cabida en este mundo, pues.
Como fue el primero en señalar de forma seria y rigurosa, no exenta de polémica, el profesor de literatura inglesa y comparada en la Universidad de Columbia, de origen palestino, Edward Said, en su célebre y riguroso ensayo “Orientalismo“, de 1978:
“Esto no significa que el orientalismo tenga que determinar unilateralmente lo que se puede decir sobre Oriente, pero sí que constituye una completa red de intereses que inevitablemente se aplica (y por tanto, siempre está implicada) en cualquier ocasión en que esa particular entidad que es Oriente se plantea. (…) También (este libro) pretende demostrar cómo la cultura europea adquirió fuerza e identidad al ensalzarse a sí misma en detrimento de Oriente, al que consideraba una forma inferior y rechazable de sí misma”.
En este sentido son también en extremo chocantes las aseveraciones del poeta francés Gérard de Nerval (1808-1855), en su “Viaje a Oriente”:
“El árabe es el perro que muerde cuando se retrocede, y que viene a lamer la mano levantada sobre él. Al recibir un golpe, ignora si, en el fondo, no tiene usted derecho a dárselo”.
El Islam como acicate para el cristianismo
Del siglo anterior, se arrastró además la idea del Islam como religión natural que se adaptaba mejor a las necesidades y a la razón humana -concepto éste clásico de la Ilustración-, y en esa medida se revelaba útil como estímulo para la cristiandad rígida y extraviada. En esa época la religión, en general, ya fuera cristiana u otra, fue seriamente replanteada. De hecho, se la acusaba de estar al servicio de la política y las autoridades eclesiásticas y de haberse corrompido, y en especial al cristianismo.
A menudo se ensalzó el Islam para azuzar y criticar el cristianismo, lo que no significaba que se lo reconociera, ni mucho menos.
En este sentido resulta clarificadora la postura de Voltaire en su “Ensayo sobre las costumbres”:
“Agarrémonos siempre a esta verdad histórica: el legislador de los musulmanes, hombre potente y terrible, estableció sus dogmas por su coraje y sus armas; sin embargo, su religión se convirtió en indulgente y tolerante. El institutor divino del cristianismo, viviendo en la humildad y la paz, predicó el perdón de los ultrajes, y sin embargo su santa y dulce religión se ha convertido, para mi ira, en la más intolerante de todas, la más bárbara.” En otro párrafo decía “Por lo menos Mahoma ha escrito y combatido; y Jesús no supo ni escribir ni defenderse”.
Aquí, por lo demás, se pone de manifiesto la ligereza y el total desconocimiento con que los que autores como Voltaire se permitían emitir juicios de valor: Muhammad no escribía, pues era iletrado. De ahí, en gran medida, el mérito de ser capaz de transmitir algo tan revolucionario como el Corán, probándose que su contenido, contrariamente a lo aseverado en múltiples ocasiones, no procedía de la lectura del Profeta de las Escrituras anteriores.
La teoría del Islam como acicate para reavivar el cristianismo era la de no pocos estudiosos del siglo XIX, como F.D Maurice, teólogo de la iglesia anglicana (1805):
“La Edad Media se preocupó más de Mahoma, de lo que hubiera primero imaginado hasta que después lo hubiera meditado. No habría ninguna creencia en Cristo, si no hubiera habido esta afirmación firme de la existencia de un Dios absoluto (en el Islam)”.
Charles Foster (1822), por su parte, escribió un libro llamado “Mahometism Unveiled” (algo así como Mahometismo al descubierto), en que el afirmaba que, aunque Mahoma era el enemigo de Dios, al combatir la idolatría, las herejías cristianas y el judaísmo, el Islam podía “indirectamente modelar el curso de la cosas “, empujándolas hacia el Cristianismo.
El Romanticismo
Por otra parte, en la primera mitad del siglo XIX surgirían en Alemania, para extenderse rápidamente a Francia, Inglaterra, España y otros países de Europa, las tendencias del Romanticismo, contrario a la mentalidad propia de la Ilustración y el Racionalismo. Preconizaba la supremacía de la intuición y el sentimiento frente a la razón, pero también era contrario al despotismo y estaba abierto a la estética y lo diferente.
En ese sentido, se volcará con Oriente y el Islam, pero siempre desde una perspectiva del exotismo. La sensualidad, el color y el lujo decadente impregnaron los relatos y pinturas de Delacroix, Ingres, Robert Davids, Hugo, Lamartine, Irving, Byron, Richard. F. Burton o Domingo Badía.
La belleza y lo ambiguo forman parte del ideario romántico, y también lo culturalmente extraño. Este sentimiento ya se había invadido la Europa del siglo XVIII en relación con la literatura árabe, con la publicación, en 1704, en París, de los cuentos de las mil y una noches, traducidos por Antoine Galland. Aquellos cuentos fascinaron a propios y extraños y alimentaron el subconsciente colectivo, produciendo una gran admiración:
“Hay que ver cómo los árabes superan a las demás naciones en este tipo de composiciones”, decía Galland, o “género literario en el cual “no se ha visto nada de tan bello hasta la fecha, en ningún idioma”.
Pero tal vez, dónde el Romanticismo hizo un mayor esfuerzo de integración de Oriente a Occidente como complemento cultural indispensable, fue en Alemania, dónde ya en el siglo XVIII, los filósofos idealistas Herder y Hegel se habían ocupado de la cuestión.
Para Herder (1744-1803) el Islam era el espíritu mismo de los árabes, pueblo solitario, romántico y libre donde los haya. Herder trató de probar que la valía de la humanidad no estaba en función de la preponderancia de una cultura única y dominante, sino de una rica diversidad. A éste propósito diría en sus “Reflexiones sobre la filosofía y la historia de la humanidad:
“…una Europa unida que se erigiría en déspota y obligaría a todas las naciones del mundo a ser felices a su manera… una idea tan orgullosa, no representa una traición hacia la majestad de la naturaleza?”.
A su vez, el filósofo idealista Hegel (1770-1831), expresó su admiración por los musulmanes, empujados por su entusiasmo y valor. En efecto, este filósofo también trató como su predecesor, Herder, de dar un sentido completo y único a la Humanidad. Para él, todas las manifestaciones de este mundo eran las expresiones de un mismo Espíritu Universal que busca definir lo que es potencialmente. Por ello, Hegel fue un gran admirador de la doctrina unitaria del Islam:
“…el principio de la pura unicidad: no existe nada más, nada puede ser fijado. Solamente el culto a lo Único permite la unidad de todo”.
No obstante, Hegel termina por anunciar que de aquello no quedaba ya nada:
“El Islam a dejado desde hace tiempo la escena de la Historia, y se ha refugiado en la calma y el reposo orientales.”
Pero fue sin duda el poeta y pensador alemán Goethe (1749-1832), quien, en su famoso “Diwan de Oriente y Occidente”, dedicó más tinta a ensalzar no solamente el mundo árabe, sino sobre todo el propio Islam y el Corán. Y ello, a psera de no haber viajado nunca por el mundo arabo islámico.
“Es estúpido que todo el mundo esté alabando su opinión particular. Si el Islam significa sumisión a Dios, todos vivimos y morimos como musulmanes”.
“¿Es el Corán eterno? / No lo dudo./ Éste el es libro de los libros, / Lo creo más allá del deber de los musulmanes (de creerlo así)”.
Madrid, junio de 2007
La Islamofobia en los SS.XVIII-XIX
Inés Eléxpuru
Fundación de Cultura Islámica