“Yo nací en Túnez, el día primero del mes de Ramadán de años 732 (1332 d.C), y fui educado bajo la atención de mi padre hasta la época de mi adolescencia”.
Esto es lo que narra el historiador del siglo XIV Ibn Jaldún en su autobiografía. Sin embargo, el relato es pobre o, más bien, está exento de las jugosas descripciones geográficas al uso, que se pueden encontrar en la obra de otros grandes viajeros medievales musulmanes como Ibn Battuta o Ibn Jubair.
En su autobiografía, Ibn Jaldún se contenta con decir que pertenecía a una familia notable de origen yemení establecida en al-Andalus desde el siglo IX, y que sus padres se asentaron en Túnez.
Una estatua presidiendo una plaza, una calle, alguna librería, un hotel… El recuerdo de gran historiador asalta al viajero cuando se pasea por la capital del Magreb oriental, aunque sin la tenacidad de otros genios que se han apoderado del marketing de sus ciudades natales, como sucede con Mozart en Salzburgo o Cézanne en Aix en Provence.
La ciudad de Túnez, amable y risueña en su bahía azul radiante, se alza atrapada entre la albufera y el puerto. Una ciudad cuyo trazado horizontal y cuya discreción no dejan entrever, a simple vista, su riquísimo patrimonio, oculto entre los meandros de una de las medinas mejor conservadas del norte de África. Allí es probablemente, en sus madrazas (escuelas coránicas) y mezquitas de muros alicatados, donde Ibn Jaldún se versó en las artes de la gramática, las matemáticas, la filosofía, la poesía, la jurisprudencia y el Corán, que era capaz de recitar según las “siete variantes de lectura”. Una ciudad que entonces se hallaba bajo el poder de la dinastía hafsí, la que mayor paz y prosperidad le confirió hasta la llegada de los turcos en el siglo XVI, y en la que el historiador tuvo derecho a la educación que su rango demandaba.
Barrios populosos
Entonces, el perfil de la ciudad era, como es obvio, diferente del actual. No existían los populosos barrios franceses con sus edificios blancos como pasteles, ni la avenida de Habib Burguiba con su pomposa catedral neo bizantina, sus cafés y sus comercios. Tampoco, las mezquitas y mausoleos otomanos con sus cúpulas y afilados alminares, ni el museo del Bardo, tal y como hoy se conoce. En época de Ibn Jaldún, el meollo urbano lo constituía la medina, en la que resaltaban la mezquita omeya de la aceituna (az-Zitun), la de la Kasbah, con su alminar de piedra, y un sinfín de palacetes umbríos de portadas evocadoras. Aún los turcos no se habían apoderado de la ciudad contra viento y marea frente a los cañonazos de Carlos V y, más tarde de Juan de Austria. Los piratas Barbarroja no habían forjado leyenda.
La Túnez de Ibn Jaldún, rodeada del imponente clasicismo que Cartago legó a su bahía, y convertida en capital por sus predecesores almohades, se concentraba en el barrio de los andalusíes, las puertas de Jazira y Suiqa y la alcazaba. Los ricos hispano musulmanes establecidos entre sus muros se dedicaron a la vida intelectual, religiosa y comercial, mientras que los artesanos fabricaban tejidos de seda y objetos de cerámica vidriada. El puerto era frecuentado por mercaderes musulmanes y cristianos por igual, ya que, desde 1270, un tratado firmado con Francia estipulaba que “los cristianos establecidos en Túnez podían vivir en libertad, tener iglesias y comerciar en las mismas condiciones que los musulmanes”. Una condición, la de apertura y cosmopolitismo, que nunca ha abandonado al país a lo largo de la historia.
Entramados cortesanos y judiciales
Pero nuestro personaje dejó su ciudad natal durante su juventud, para aventurarse en el resto de Ifriqiya (actual Magreb), allí donde el poder se reunía, para formar parte de los entramados cortesanos y judiciales. Y ello, tanto en los actuales Argelia y Marruecos, como en España y El Cairo, dónde pasó los últimos 24 años de su vida, ejerciendo el cargo de juez malikí y como profesor en la gran mezquita al-Azhar. Su enorme experiencia y su inteligencia natural le llevaron a escribir y plasmar su conocimiento. Pero fue mucho más que un mero historiador.
“Ibn Jaldún concibió y formuló una filosofía de la historia que es sin duda el trabajo más grande que jamás haya sido creado por una inteligencia en ningún tiempo y en ningún país”, dijo de él nada menos que Arnold Toynbee. Probablemente también, fue el primer sociólogo de la Historia, como hoy se conoce esta disciplina. Tal vez su obra más conocida sean sus Prolegómenos, la Muqaddimah, un compendio de libros sobre la Historia Universal, auténtico ejercicio de crítica y filosofía de la Historia, que va mucho más allá de la simple crónica y el frío acopio de datos. Un pensador moderno y racional, imbuido de una visión aristotélica y del concepto de determinismo histórico, que atrajo pronto la atención, no sólo de sus contemporáneos, sino de los estudiosos occidentales posteriores.
“Habiéndome enterado de diversos y numerosos trabajos realizados en el campo de la historia, y al cabo de sondear las honduras del pretérito y del presente, logré despertar mi intelecto de su somnolencia y pereza y, aunque de corta riqueza en el saber, inicié un regateo conmigo mismo a efecto de decidirme a componer una obra. Así pues, he escrito un libro sobre la historia en el que descorrí el velo que cubría los orígenes de los pueblos.”
En sus Prolegómenos, se hace eco no solamente de los acontecimientos y las dinastías de su época, sino de los factores sociales, económicos y culturales que condicionan todo hecho histórico. Ibn Jaldún, que sin embargo se vio envuelto en numerosas intrigas políticas a lo largo de su vida, mantiene en su obra un criterio independiente y equitativo, insistiendo en los aspectos del buen gobierno. Su prosa es por lo general árida y sobria, lo que le aleja de la famosa “retórica árabe”. Su contenido político: imparcial.
Tuvo una fascinante aproximación a la ética política y social, esto es, la defensa de la comunidad frente a la injusticia y la agresión, la protección de la propiedad privada, la prevención del fraude y la usura y el correcto ejercicio del poder político en aras a los intereses del Estado.
También abundó en el análisis sociológico de las mentalidades de los pueblos: árabes, persas, bereberes, discerniendo entre las cualidades de la “civilización”, propia de las ciudades, y las formas de vida rurales, en este caso nómadas, llegando en algunos casos a rozar la posterior teoría rousseauniana del buen salvaje:
“Su carácter montaraz (el de los árabes nómadas), es un efecto de su propio ámbito; de una índole, sin embargo, de fácil maleabilidad, propensa al bien; su estado innato, indemne de inmoralidades, está distante de depravadas costumbres (…) Bien ha dicho nuestro Profeta:’Todos los hombre nacen con buen natural’”.
A pesar de alabar el temperamento de las tribus nómadas, Ibn Jaldún no cayó en la ingenuidad en sus apreciaciones, y siempre privilegió la vida sedentaria y urbana como una forma superior de cultura. La vida colectiva es mejor para la supervivencia, y en este sentido, la urbana es más evolucionada. En las ciudades, sitúa la noción de “bienestar”, ausente de las sociedades nómadas, en las que solamente se vive y se comparte para la supervivencia. Es lo que se llama “civilización”.
Y es hacia esa civilización hacia la que periódicamente Ibn Jaldún se siente atraído, arrimándose casi siempre a las capitales y a las esferas de poder. En alguna ocasión se recluye, como lo hizo durante los tres años que pasó en el castillo de Qalat ibn Salama (Argelia), para escribir su monumental Muqaddimah.
Ambicioso y competitivo
Participó de numerosas peripecias políticas, como cuando conspiró contra Abu Abdullah, destronado gobernador de Bujía, y fue encarcelado durante dos años por el sultán meriní de Marruecos, Abu I’nan. Era ambicioso y competitivo. Frecuente objeto de celos y envidias. Obtenía y perdía sucesivamente los favores de los sultanes de turno.
Cuando recaló en Granada, hastiado del enrarecimiento político de Ifriqiya, fue recibido por el rey nazarí Mohammed V, quien le envío de misión diplomática ante a Pedro I el Justiciero. Obtuvo ante el rey cristiano un gran éxito político lo que, al parecer, le valió un ofrecimiento del mismo para ocupar un puesto junto a él, cosa que Ibn Jaldún declinó. Regresó a Túnez 27 años después de dejarla.
“… Sentía el deseo de reconciliarme con el sultán Abu al-Abbas y de regresar a Túnez, patria de mis padres, donde se elevan sus propiedades, donde se conservan sus trazas y sus tumbas”.
Ecos de nostalgia para un hombre de apariencia recio, cuyos relatos no dejan asomar un ápice de intimidad ni de emoción personal (la época no lo propiciaba). Apenas sabemos de su familia y sus hijos.
Y allí regresó Ibn Jaldún, a aquella ciudad luminosa y tranquila, que León el Africano definiría como “una de las singulares y magníficas ciudades de África”.
En 1382, a la edad de 50 años, se marcha definitivamente a El Cairo, acogido por el Sultán az-Zahir Barquq. Ejerce de magistrado y trata de luchar contra los favoritismos y la corrupción, lo que le atrae nuevas enemistades. Años más tarde, tras la muerte de Barquq, acompaña al sultán Faraj durante una campaña a Damasco, donde se decía tenía planeado un ataque Tamerlán. Estuvo con éste en su campamento durante 35 días charlando de lo divino y lo humano.
Un hombre contradictorio, pagado de sí mismo, intrigante, pero al tiempo recto y ecuánime en su ejercicio. Un filósofo avant la lettre, que los eruditos occidentales, tal vez incapaces de reconocer su originalidad, han comparado sucesivamente con Tucídides, Maquiavelo, Montesquieu, Comte, Descartes, Rousseau, Herder y Hegel. Por lo menos, las comparaciones le quedan a la altura.
Fuente: El País