El perfume andalusí llega a Móstoles en una carpa que recrea aromas tradicionales de la España musulmana
Atención, prodigio: una carpa de exterior convencional, encajada en una plaza de Móstoles, ha captado el refinamiento de al-Andalus, un encanto de perfumes infinitos, trajín de mercado calma entre columnas y sonido de fuentes.
En pocos metros cuadrados la Fundación la Caixa propone un paseo por «las rutas geográficas, las costumbres y tradiciones de alAndalus, la vivencia en sus ciudades y las especies botánicas que adornaban sus jardines y que vendían en sus zocos», como cuentan Cherif Abderrahman Jah y Margarita López Gómez, de la Fundación de Cultura Islámica. La oferta invita a recorrer «el país más culto y refinado de su época», a partir del año 711, cuando los árabes llegaron a la Península, donde permanecieron hasta finales del siglo XV. El paseo que se ofrece es seductor incluso para los alérgicos a la lectura de paneles, por el festival para el olfato, que por algo la exposición se titula Los aromas de al-Andalus.
Unos expendedores de agitación manual le ponen el olor y el toque interactivo a la ruta. Hay aromas retadores de intensidad y procedencia, como el almizcle, una sustancia grasa que se obtiene de un mamífero semejante a la cabra, o el ámbar gris, que se encuentra en las vísceras del cachalote. Ambas materias tienen que ver con el zoco, el corazón comercial de la ciudad islámica, y del que hay reproducido un tramo con productos expuestos: especies aromáticas y condimentos cultivados como la ajedrea (una especie de orégano que se utiliza para sazonar guisos), el comino, la granada o el sésamo; plantas para teñir como el alazor (sucedáneo del azafrán) y la alheña («usada por mujeres andalusíes para teñirse el cabello»), especies aromáticas importadas de Oriente, como la casia («la canela de China»), o la sangre de dragón (un tipo de resina).
Uno de los grandes logros de la carpa instalada en Móstoles, es que cada apartado tiene sus perfume y que no se mezclan… salvo en la nariz de algunos visitantes que recorren la exposición con prisa de velocista y sin perderse un expendedor de aromas; con el peligro que eso tiene, porque los olores estupendos desaparecen al instante y el recuerdo de la bofetada de cabra del almizcle se pega al cuerpo como un fracaso.
Susana Moreno
EL PAÍS, lunes 13 de junio de 2005