Arabismos en la cultura popular española

Autor del artículo: Federico Corriente

Fecha de publicación del artículo: 22/03/2011

Año de la publicación: 2011

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Artículo inédito sobre los arabismos en la cultura popular española, escrito para la FUNCI por Federico Corriente, Catedrático de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Zaragoza.

¿Bajar al moro? Bien, o que él suba, pero nunca se fue de aquí

«Vivimos tiempos extraños o, al menos para los que tenemos cierta edad, no esperados después de muchas décadas de afortunados avances de la Ilustración, el Humanismo y la difusión de la cultura, y correspondientes retrocesos del oscurantismo parroquial o tribal. ¿Cómo se puede entender, tras verterse tanta sangre y tanta tinta en defensa de los derechos humanos, sobre todo el de ser y pensar distinto, el resurgimiento de fanatismos, fundamentalismos, neoconservadurismos, racismos y otras aberraciones contrarias al curso normal de la historia y a los dictados de la razón? Que lo expliquen los sociólogos si pueden, y ya lo intentan; por nuestra parte, los humanistas lo único que podemos y debemos hacer, aparte de condenar esos dislates, cuando no crímenes, a lo que antes pronto que tarde llegan, es contribuir a iluminar el panorama con realidades desconocidas u olvidadas, no siempre voluntariamente, que cierren la descosida boca de los que pregonan pretendidas limpiezas de sangre, superioridades raciales, culturales o religiosas y similares miserias de rudimentarios y estrechos magines.

En nuestro caso particular, esto es lo que hemos hecho desde una perspectiva científica durante los últimos cuarenta años pero, por una parte, es obvio que el tipo de publicaciones en que nos expresábamos era forzosamente de alcance sólo profesional y especializado, muy limitado, no habiendo nunca sentido la tentación de usar medios de masas, por temor a caer en un estilo que nos es ajeno, ya que creemos que cuando el hombre de ciencia irrumpe en el espacio público, se convierte en un híbrido de dudosa utilidad en ambos campos. Pero, por otra parte, la gravedad de la situación actual, impone una actuación más comprometida con más personas que luchan por el mismo objetivo, una bajada de la torre de marfil de la investigación científica al adoquín y asfalto de las calles, que algunos energúmenos descerebrados a veces manchan de sangre, o al menos con detritus orales, bajo pretensiones ideológicas o sectarias que atacan el derecho, duramente ganado tras siglos de cerrilismos, de todos y cada uno a escoger una o ninguna solución metafísica. Se nos ha sugerido, y nos ha parecido preferible, hacerlo desde una perspectiva lúdica, utilizando datos irrebatibles, pero sobre todo el buen humor para decir a nuestros compatriotas que aún puedan o quieran ignorarlo, que la lengua, la cultura y la personalidad españolas actuales no son una mera continuación de ingredientes europeos, Grecia, Roma, tribus germánicas y otras, cristianismo en la medida en que éste se europeizó, a su manera, etc., sino que, además, albergan un fuerte componente semítico, predominantemente árabe, y traído por el Islam, aun sin ser siempre de su cuerda, que ha resultado indeleble y característico, hasta límites que no todos pueden imaginar o aceptar, y que otros tratan de minimizar pensando, a veces bienintencionadamente, que esas cosas eran normales “entonces”, en la Edad Media, y que no han condicionado seriamente nuestra occidentalidad, marcada por la Reconquista o rechazo a dicho componente, la conquista y colonización americanas, nuestra gran empresa de proyección universal, y la tormentosa relación con Europa (¿porqué sería?), que hasta hace pocas décadas parecía más bien condenada al fracaso (pero la culpa era de “ellos”, que no querían ir por el buen camino, y nos tenían celos).

Desde luego, pocos españoles cultos ignoran que nuestras lenguas romances albergan algunos centenares de palabras árabes, y esto no sólo en el caso del castellano y portugués, sino incluyendo también desde el “ceibe” gallego a la “escalivada” catalana. Pues aquí no hubo reductos “puros”, aunque los mismos académicos tropiecen cuando se trata de cosas tales como el número de arabismos, algo realmente secundario. Obviamente, lo importante no es cuántos son, sino cuáles y qué conceptos expresan, y éstos no son precisamente meros neologismos, designaciones de nuevos productos, sino a menudo voces del núcleo semántico central del idioma, llevadas adonde no llegó la espada del Islam, por los mozárabes, cristianos arabizados en lengua y cultura, con la que revitalizaron y civilizaron a sus agrestes correligionarios que resistían en el Norte. Los aun algo mejor informados saben que la primera literatura castellana en prosa, impulsada por Alfonso X, estuvo casi exclusivamente constituida por traducciones del árabe, que de esta lengua también hubieron de servirse los europeos que en la Baja Edad Media quisieron conocer la cultura y las ciencias clásicas, arrolladas por la barbarie de invasores y el fanatismo del cristianismo medieval, destructores de edificios, estatuas y libros, y que la supremacía cultural islámica no empezaría a atenuarse hasta el Renacimiento que, incidentalmente, tampoco hubiera sido posible sin esa fase anterior que lo preparó. Por hablar sólo de elementos materiales, que todo el mundo entiende, hace ocho o diez siglos, los europeos habían prácticamente olvidado cómo hacer grandes obras de arquitectura, aunque empezaban a utilizar la teja por algo llamada árabe para techar edificios menos solemnes, vestían y calzaban toscamente, salvo los privilegiados que podían pagarse importaciones orientales, tenían una dieta pobrísima, no sólo en carnes, sino también en frutas y verduras, por no hablar de condimentos, andaban muy escasos de medicina, música y diversiones, que hubo que importar del vecino moro y, oh dolor, aún no sabían hacer alambiques para destilar alcohol con que alegrar sus grises ocios: como en las tabernas más ínfimas y tristes, aquí no había sido vino o cerveza. Por supuesto, ninguna de estas cosas fue inventada, ni siquiera admitida en todos los casos por el Islam, pues las religiones no se ocupan del bienestar material de sus seguidores ni, si son sensatas, tratan de impedirlo, pero llegaron a Europa traídas por sus adeptos, y no siempre los más ortodoxos pero que, eso sí, desde un principio habían tenido la lengua árabe como su vehículo principal de expresión, haciéndola una de las sólo cinco que han sido universales durante más de mil años, junto al griego, latín, sánscrito y chino. No hubo otras y, de momento, tampoco las iguala ninguna más moderna.

Sin embargo, son muchos los españoles, o simplemente, occidentales, a los que les cuesta reconocer esa deuda y, como en el famoso comentario del gitano sobre el payo que bordaba el flamenco, hacen notar que éste tiene, sin embargo, los pies muy grandes. Recuerdo una anécdota protagonizada nada menos que por D. Claudio Sánchez Albornoz, historiador brillante y muy meritorio, así como hombre de honor, que prefirió el exilio al servicio de una dictadura, pero entre cuyos méritos no entraba una perfecta ecuanimidad en su aceptación de los ingredientes de la cultura hispánica. En el año 1981 publicamos dos profesores de la Universidad de Zaragoza, o más exactamente, encuadrados allí a la sazón, ya que nuestras carreras nos habían llevado y aún llevarían a muchos otros lugares, entre ellos Madrid, la traducción de un volumen del fundamental historiador Ibn Hayyan, que arrojó luz sobre centenares de cuestiones de nuestra historia medieval, y secuencias. Pero de todo cuanto allí se daba a conocer, que no era sólo historia, sino también literatura, sociología, numismática, filosofía, religión, etc., etc., a Don Claudio sólo le llamó la atención, en el trabajo de quienes él describió como “eruditos locales”, una lamentable anécdota de la crueldad de Abderrahman III, en ese caso, contra una esclava de su harén que lo había ofendido y a la que hizo decapitar. Lo que le servía al gran profesor para advertir a las españolas actuales del peligro de simpatizar con el Islam y contribuir a volverlo a traer a nuestras tierras. “¡Ojo, andaluzas!”, se llamaba el artículo y, con las inevitables diferencias de nivel cultural, compartía el espíritu de una llamada telefónica que recibí, en otra ocasión, tras publicar un artículo sobre los arabismos del aragonés, en que se me acusaba de “estar contribuyendo a volver a traer la dominación islámica”. Ya se sabe: se empieza reconociendo aspectos positivos en ciertas cosas, y se acaba retajado y enturbantado, privado de jamón, vino y sepultura en sagrado.

Azulejos

Pero no hablemos de lo que pasó hace tantos siglos, y cómo se lo toman algunos, porque hemos prometido hacer este trabajo desde un ángulo divertido, y no hay chistes tan longevos. Lo que vamos a contar, porque no lo sabe casi nadie, ni los que se consideran más cultos, y resulta mucho más revelador, curiosamente, que unos centenares de vocablos y unos miles de progresos técnicos, de tan vistos y disfrutados, ya olvidados, es que hay dos cosas muy actuales y muy características que nos distinguen del resto de Occidente y nos acercan muchísimo a nuestro pasado no tan lejano, compartido con el mundo árabe, a saber, nuestro folclore más o menos infantil, del que es parte nuestro refranero, y nuestro sistema de ternos, léase tacos, entre los que abundan las palabras que constituyen tabú lingüístico.

Palabrotas

Por empezar con las llamadas palabrotas, un sector mal valorado de nuestra lengua, pero sin el que parece no nos sabríamos desenvolver, hace ya algunos años que publicamos un artículo, en principio destinado al homenaje de un compañero y amigo, ya desaparecido, pero que nos rogó darle otro curso, por lo escabroso del asunto. Naturalmente, respetamos su voluntad, muy sintomática de nuestro pudibundo modo de ver las cosas, y el trabajo se publicó allende nuestras fronteras. Allí pasábamos revista a lo que había sucedido tras la conquista islámica y hasta el presente con los nombres de órganos y funciones, sexuales o escatológicas, agentes y pacientes, con el resultado curioso de comprobar que el árabe andalusí había mantenido su vocabulario en esta área, pero también adoptado parte del romance, debido a que la crianza de los niños estuvo por algunas pocas generaciones a cargo de madres que en un principio conocían poco y mal el árabe, aunque, siglos más tarde, tras la Reconquista, el castellano recibiría a su vez parte de ese léxico, de origen romance o árabe, pero que, en cualquier caso, le era ajeno, a veces traducido. No vamos a repasar aquí este importante ingrediente de nuestra lengua, derivado de su pasado en estrecha simbiosis con la árabe  y la cultura que sustentó a ambas durante siglos, pero no podemos dejar de mencionar su existencia, al menos, por exigencia del guión.

En cuanto al refranero, es bien sabido porque lo han estudiado sabios árabes como Al-Ahwani y Bencherifa, y entre nosotros, García Gómez, que buena parte de nuestros refranes son meras traducciones bastante literales de otros árabes, operación en la que el Marqués de Santillana tuvo bastante parte. Por ejemplo,  Bien es verdad que refranes y chistes fácilmente cruzan fronteras, traducidos por bilingües, pero las coincidencias de nuestro elenco paremiológico con el el árabe son demasiadas para atribuidas a mera vecindad geográfica, sobre todo con los antecedentes conocidos de nuestros centenares de arabismos y otros efectos de la convivencia secular.

“cuando la barba de tu vecino veas pelar, pon la tuya a remojar”, “caballo que vuela, no quiere espuela”, “al freir será el reir”,  “en tierra de ciegos, el tuerto es rey”, “más vale pájaro en mano que ciento volando”, “hambre que espera hartura no es hambre ninguna”, “cada cosa en su tiempo, y nabos en adviento”, “ojos que no ven corazón que no siente”, “en barbas de hombre astroso se enseña el barbero nuevo”, “nace de la huerta lo que el hortelano no siembra”, “nota que el jarro no es bota”, y así hasta más del centenar de los refranes más usados hasta hoy.

No menos interesante y nutridamente representada es la contribución andalusí a la terminología hispánica de los juegos y“cuando la barba de tu vecino veas pelar, pon la tuya a remojar”, “caballo que vuela, no quiere espuela”, “al freir será el reir”,  “en tierra de ciegos, el tuerto es rey”, “más vale pájaro en mano que ciento volando”, “hambre que espera hartura no es hambre ninguna”, “cada cosa en su tiempo, y nabos en adviento”, “ojos que no ven corazón que no siente”, “en barbas de hombre astroso se enseña el barbero nuevo”, “nace de la huerta lo que el hortelano no siembra”, “nota que el jarro no es bota”, y así hasta más del centenar de los refranes más usados hasta hoy. canciones infantiles. Juegos como el alquerque, especie de tejo, que se jugaba ya en tiempos del Profeta, pero era ya una importación persa, el llamado “juego del lobo”, el recodín, recodán, reconocimiento de disfraces desde posición inmóvil, también de origen persa, el aleleví u orí, o sea, el escondite, el alhiguí o alaluya, o sea, la rebatiña, el gua de las canicas, el zafaforate, juego que ha sobrevivido en Navarra, en el cual se rivaliza en tapar agujeros con barro, y el murciano chinchemonete o chincherinete, o sea, pídola, estos dos últimos de nombre parcial o totalmente romance (“se acabó el agujero o forado”, y “cíñete los riñones / lomitos”), nos recuerdan que los niños de Alandalús durante mucho tiempo tuvieron también más y mejores juegos y juguetes que los de tierras cristianas, como es lógico en una sociedad más rica y variada y que, como vemos, tampoco fue exclusivamente monolingüe. La transferencia de estos términos parece mayormente atribuible a las ayas moriscas, abundantemente empleadas tras la Reconquista por los señores cristianos, lo que, como en el caso de sus correligionarios arrieros, algunos titiriteros, músicos y juglares, y alguna que otra cortesana, como la Lozana Andaluza, dejó en manos de los segmentos ínfimos y residuales de la sociedad andalusí las últimas posibilidades de perpetuarse en palabras y costumbres dentro de la hispánica. Que fueron aprovechadas en cuanto se pudo.

Sin embargo, las grandes sorpresas de esa heroica resistencia a la desaparición por parte de dicha herencia las vamos a encontrar en nuestras canciones infantiles, casi siempre infantiles, en frases y conjuntos temáticos probablemente insertados por esas mismas ayas, cuando no sea toda la canción resultado de una traducción de originales que no nos han llegado.

Comencemos, al azar, por la canción llamada de Elisa de Mambrú, que comienza:

A Atocha va una niña, carabí,

A Atocha va una niña, carabí,

Hija de un capitán,

Carabí, hurí, carabí hurá.

Prescindiendo del, en principio, opaco  “carabí, hurí, carabí hurá”, el caso de la llamada Elisa de Mambrú, es el de una hermosa niña, que muere enseguida, no se nos dice cómo, y es llevada a enterrar y, yendo en una caja de oro, con tapa de cristal,

Encima de la tapa, carabí,

encima de la tapa, carabí,

dos pajaritos van,

carabí, hurí, carabí hurá.

La tragedia está servida, y ello permite inmediatamente entender las voces enigmáticas como las frases árabes andalusíes kárbi urí, kárbi yurá “mi desgracia está a la vista, mi desgracia se verá”. Si dejamos volar un poco la imaginación y nos fijamos en el motivo final, un cierto conocimiento de las costumbres y creencias árabes antiguas nos hace pensar, no en pajaritos canoros, cantando el pío, pío, sino en la lechuza ululante que, se creía, era en realidad el alma del asesinado, que clamaba venganza y no callaba hasta obtenerla. ¿Porqué dos, si la muerta es una? Tal vez porque llevaba en sus entrañas una segunda criatura, y ello posibilita una interpretación de la canción como el romance de un “crimen de honra”: la bellísima Elisa de Mambrú (¿o es Aixa, hija de Mabruk?), la del hermoso pelo, peinado con peinecito de oro y horquillas de cristal, ha sido seducida por un amante, tal vez el mismo cantor que se lamenta de su desgracia, y su agraviado padre, el capitán Mabruk, ha lavado su honor, con barbarie tan calderoniana como agarena. Cosas que pasaban y, por desgracia, siguen pasando, aquí y allá. Actual, mal que nos pese. Pero, ahora, toda la canción tiene un sentido, y hasta una moraleja, a saber, que las muchachas han de cuidar su honra, y no poner a los hombres de la familia en tan duros trances.

La siguiente canción donde algunas variantes tienen texto ininteligible, es una de las más populares entre las infantiles españolas, a saber, la del señor don Gato. En una dichas variantes el texto reza:

Sentado en silla de oro

estaba el señor don Gato

con unas medias de seda

y unos zapatitos blancos:

ate y ale pum, ate y ale pum.

Atabales

A continuación recibirá una interesante propuesta de boda, que le produce tanta alegría que se cae y sufre un serio accidente del que, mal tratado por médicos, muere. Posteriormente, cuando le llevan a enterrar “por la calle del pescado”, al olor de las sardinas, “el gato ha resucitado”, que para eso tienen ellos siete vidas. Esta versión no ofrece más problema que la frase enigmática que, nos parece, vuelve a entenderse muy bien en árabe andalusí: até iléh búm “le vino un búho”, habitual heraldo en el folclore árabe de las malas noticias, y en realidad lo era, bajo apariencia de boda prometedora, puesto que el anuncio produjo tan fatal desenlace. Pero más llamativa, como confirmación definitiva de que el contexto folclórico es árabe, si nos equivocáramos en esa dirección, es la versión alargada en la que el gato tiene tiempo de hacer un testamento en que dice:

Madre mía, si me muero,

no me entierren en sagrado,

ponedme en un campo verde,

donde paceré a mi agrado.

Este tema es familiar a los conocedores de la literatura árabe, tanto la preislámica, como la posterior, y no puede estar ahí por azar. Son casi las mismas palabras del poeta preislámico Abu Mihdjan, de la tribu de Thaqif: “Cuando muera, entiérrame junto a una viña, cuyas cepas rieguen mi alma tras mi muerte / No me entierres en desierto, pues temo que cuando muera, ya no podré probarlas”. Fue imitado, siglos más tarde, ya en el Islam, por unn gran heterodoxo, el persa universal, matemático y poeta eximio, Umar Khayyam en sus ruba‘iyyat, por nuestro cordobés Ibn Quzman en su cejel Nº 90, y hasta a lo divino por algún sufí, antes de llegar a nuestro clásico tabernario “cuando yo me muera, tengo ya dispuesto en mi testamento, que me han de enterrar en una bodega, dentro de una cuba, con un grano de uva en el paladar”. Todo arrancó de una interpretación árabe preislámica de la costumbre de los etiopes cristianos, incluso los emigrados a Arabia, de plantar viñas en sus tumbas, como símbolo de su fe en la resurrección, puesto que los sarmientos reviven cada primavera, pero entendida por los  beduinos materialistamente como un intento de garantizarse el grato vino, hasta ultratumba. Nuestro gato, pues, hereda un antiguo y polifacético bagaje cultural, y el morisco que introdujo aquí este motivo era, sin duda, una persona compleja y hasta algo contradictoria a quien, por una parte, no apetecía el panorama de una sepultura en el cementerio de los cristianos y, por otra, no le desagradaba la perspectiva de una eternidad con vino, cuyo consumo incluso por los musulmanes en Alandalús nunca pudo impedirse, por mucho que lo intentaran los ortodoxos.

Pocos españoles desconocerán el estribillo de la canción infantil. “Yo tengo un castillo, matarile, rile, rile, – ¿Dónde están las llaves, … en el fondo del mar … ¡matarile, rile, rile, ro, chimpún!”, y a menos aún se les ocurre preguntarse que quieren decir esas voces extrañas o, al menos, porqué estas canciones infantiles suelen tener esas frases sin sentido. Conviene hacerlo, y resulta que en este caso, ante la pérdida de las llaves, necesarias para entrar en el castillo, se recurre a una manera de encontrarlas, algo así como la promesa a S. Antonio o a S. Cucufato entre nuestras abuelas. No se menciona el procedimiento por su nombre; no hay que olvidar que la Inquisición vigilaba a los moriscos y perseguía prácticas heterodoxas, sobre todo en las comunidades que consideraba más sospechosas, pero es obvio que se recurre a un adivino o zahorí, masculino o femenino, el cual o la cual se toman su tiempo antes de emitir veredicto, haciendo los necesarios cálculos astrológicos, y provocan el apremio en árabe andalusí: ma tarí li, ríli, ríli, rúd, jíd, bún, o sea, “lo que vas a adivinar, adivínamelo, adivínamelo, contesta, (ya está) bien, bueno”, la última palabra en romance, una vez más apuntando al bilingüismo reinante entre los moriscos, o incluso sus antepasados muladíes. Algunas versiones son un poco más largas, y empiezan con “ambo, hato”, que parece corrupción de a mu‘attal “¡so inútil!” Conocemos por las obras de los historiadores andalusíes el enorme crédito del que disfrutaban los astrólogos ante los príncipes musulmanes, a pesar de la condena de los ortodoxos, y podemos barruntar  que lo fomentaban, incluso con supercherías, como las que nos cuenta Ibn Hayyan en época de Abderrahman II, con el fin de que sus súbditos temieran las consecuencias de cualquier acto sedicioso, que sería sin duda adivinado a tiempo por tan sagaces servidores del poder y castigado por éste, antes de tener efecto. Gracias a otros textos, como el mismo Ibn Quzmán y las famosas kharadjat de su misma época, sabemos que tampoco las clases inferiores se privaban de estos servicios adivinatorios, en cuya existencia se apoya el estribillo de esa canción. Por otros conductos sabemos que estas prácticas se habían extendido a los cristianos, tanto a niveles populares como áulicos, de manera que también sus reyes tenían astrólogos oficiales.

Las ovejuelas

¿Quién no conoce la canción popular de “las ovejuelas”? Estas ovejuelas que se cuidan solas, no necesitando pastor, simbolizan a la muchacha atrevida que pide al amante que no vaya a ningún sitio sin ella, y que se la lleve, lo que resultaba totalmente procaz en las sociedades conservadoras de hace no tantos años, a ambos lados del Mediterráneo. Pero, ¿dónde está la pista islámica o, digamos mejor, morisca? Como siempre, en la palabra a primera vista ininteligible y en los temas reconocibles en la lírica andalusí de siglos anteriores, en este caso, la referencia similar de la khardja Nº 24 de la serie hebrea (“si te cuidases de mí, hombre de bien, me llevarías contigo”), y el estribillo “acitrón, tira del cordón”, que cierra cada estrofa, y que escapa a nuestra comprensión actual, en principio. A menos que recordemos la khardja de un muwashshah andalusí, que hace años editábamos así: “Deja mi brazalete, y aflójame el cinto, mi amado Ahmad, sube conmigo a la cama, timidón mío, etc.”. De manera que el cordón del que la niña pide se tire es el de sus zaragüelles, para soltarlos, y el extraño “acitrón” es el aumentativo romance de la palabra andalusí que significa “discreto, modoso”, para provocar zahiriendo al amante tímido, que no toma la iniciativa, ni la secunda con la deseada diligencia. Otras veces, ese raro “acitrón” es sustituido por “alirón”, que aquí no viene a cuento, también voz de origen árabe, con la que se anunciaban las subastas y otras novedades de interés público, de donde nos viene el actualísimo futbolero “¡alirón, alirón, el Atleti campeón!”, o sea, “¡se anuncia, se anuncia!”. Ya no podemos estar tan seguros de si en la variante “arrión, trencilla y cordón, cordón de Valencia, etc.” lo que la impaciente pide es un tironazo violento que arrie, o sea, la despoje rápidamente de los impedimentos de ropa, o si son meramente voces sustitutorias, realmente sin sentido. Lo cierto es que la vigilancia moral era mucho más estricta en el periodo morisco que en la edad de oro de Alandalús, las Taifas, cuando las libertades de conducta parecen haber estado mucho menos restringidas la mayor parte del tiempo, y ello hace que después las expresiones sean mucho más discretas y claras sólo al iniciado, que ya sabe cómo las gastaban las y los amantes de Alandalús, a juzgar por el testimonio de los poetas llamados “procaces”. Sabemos que el cordobés Ibn Quzmán fue una vez a la cárcel por sus atrevimientos poéticos, de la que le salvó un príncipe almorávid, y podemos afirmar que, bajo la Inquisición, desde luego no habría escapado de la hoguera por irreligiosidad e inmoralidad pública ufanamente proclamadas; de hecho, los mensajes pueden ser lo bastante crípticos como para no ser claramente descifrables.

Sin embargo, algunas veces el entorno morisco era más atrevido o temía menos a la Inquisición por algún motivo, como podía ser la protección que algunos señores daban a sus súbditos contra ella, de manera que nos encontramos con voces que podían ser tildadas de indecentes, y expresiones que habrían parecido heréticas y traído funestas consecuencias a los autores o cantores. Éste parece ser el caso de la canción infantil que lleva el estribillo “¡Ay chúngala, cata ca chúngala, ay chúngala, cata, cachón!”, con que terminan todas las estrofas, tras la primera que dice:

Anoche me salió un novio

y lo puse en el fogón;

el gato se lo ha comido,

creyendo que era un ratón.

donde la moza proclama su escaso aprecio por el novio oficial, impuesto por la familia, pues prefiere gobernar sus propios amoríos, como en el eufemístico dicho andaluz “en mi cuerpo y mi zaranda, nadie manda”. La copla termina con una estrofa que revela la conocida, y habrá que decir, justificada falta de fe de los moriscos en los santos y sus milagros, y eso que por mucho menos se acababa en la hoguera:

Dicen que Santa Teresa

cura a los enamorados;

la santa será muy buena,

pero a mí no me ha curado.

Aceña

No es un mero resabio anticristiano de moriscos: es sabido que la desconfianza en la eficacia de los remedios religiosos contra los males de amores formaba ya parte de la tradición liberal de los autores y medios que producían las kharadjat, una de las cuales (la Nº 30 de la serie árabe) dice: “Madre, la sura Yasin (del Corán) no sirve para la locura (de amor), sino que, si voy a morir (de ésta), tráeme como jarabe a Abu Dja‘far, y así sanaré”. He aquí, pues, una tradición andalusí más no abandonada en estos contextos, y lo mismo puede decirse de ese estribillo que, en nuestra interpretación, es subido de color y bilingüe, respondiendo al árabe andalusí ay shúnn walláh, cata qué (en romance) shúnn walláh, cata que shúnn, o sea, “¡Qué regazo, por Dios, mira qué regazo, por Dios, mira qué regazo!” Elogio que hoy nos puede parecer algo grosero, pero en perfecta consonancia con el cejel 142 de Ibn Quzmán, donde también se junta la rechifla de la religión con la procacidad, según tradujimos y comentamos en dicho pasaje.

Pero lo que roza el milagro, dentro de lo inverosímil o, al menos, muy improbable en el contexto de estos mensajes de siglos pasados, que nos advierten del absurdo de creernos libres o alejados de nuestro segundo componente cultural, es lo que hemos descubierto muy recientemente en una canción, esta vez no infantil, pero sí universalmente conocida en nuestro país, cuyo estribillo reza “A la lima, al alimón, que te vas a quedar soltera”. ¿Qué hace ahí una lima, fruta o herramienta? ¿Qué es el alimón, del que los diccionarios nos dicen que es hacer algo entre dos personas, en particular, torear? Nuestros académicos, incluso algunos arabistas que lo han sido, aunque nunca simultáneamente lingüistas, no han podido jamás desentrañar tales misterios, por mala suerte o por falta de convivencia con los niveles bajos de las cocinas de la cultura islámica. Se trata sencillamente de la fórmula, en árabe clásico, como lo requería la función oficial, de los pregoneros andalusíes hace ya bastante más de mil años: alaa ‘alima l‘aalimuun “ea, sepan cuantos han de saber…” Lo confirma, por si alguien lo dudara, alguna otra canción popular como la que dice “alalimó, alalimó, que se rompió la fuente…” Es obvio, por otra parte, que el juego de niñas llamado alalimón, en que actúan cogidas de la mano, repitiendo esta voz, con la que anuncian varias cosas, es el origen de la expresión “toreo al alimón”, donde ya no se anuncia nada, y de ahí, el hacer algo al alimón, o sea, en pareja.

Concluimos, para no alargarnos en lo que trata de ser ligero y no aburrir, diciendo que compartimos con Portugal la singularidad, única en Europa Occidental de ser al mismo tiempo, en muchas cosas y para muchas cosas, casi todas positivas, latinos y árabes. Es nuestra herencia, porque lo decidieron hace muchos siglos nuestros antepasados, cristianos o musulmanes, pero todos voluntariamente partícipes durante siglos en una misma cultura, alta y baja, que se expresaba fundamentalmente en árabe y que a la misma restante Europa le abrió las puertas de su brillante futuro, las del Renacimiento y la Ilustración, y a nosotros, particularmente, ésta tan peculiar hacia el folclore. Que lo sepamos entender, apreciar y aprovechar es otra cosa, y depende mucho de la inteligencia y talante de cada cual: lo que no puede haber es pretensión de ignorarlo, sin sentar plaza de ignorante, porque se nos pone delante de los ojos a cada paso, si no los cerramos, y entonces tropezaremos. El racismo es absurdo y desentona en cualquier lugar del mundo, pero en la Península Ibérica, además, es ridículo y contrario a lo que hace al menos más de mil, si no son dos mil años, es nuestra esencia. Aquí vinieron y se quedaron todos: el fenicio, el griego, el romano, el germano y el moro, y no hemos terminado. Quien lo dude, dese una vuelta por la Costa del Sol, o por la trastienda de las lenguas y culturas hispánicas. O recuerde que Andalucía = Alandalús y Egipto son las dos únicas regiones del mundo que pueden blasonar de tener nombres procedentes de la primera lengua que tuvo escritura, hace cinco mil años, y que seguramente existía ya hace diez mil, la lengua egipcia en la que Alandalús quiere decir ya, sintomáticamente, “el Sur de Occidente”.