LA «REVOLUCIÓN VERDE»
Del libro Al-Andalus, magia y seducción culinarias. Inés Eléxpuru, Margarita Serrano
Cuando los musulmanes llegaron a la Hispania romanogoda, se encontraron con un panorama alimentario poco reconfortante. La tierra era pobre en recursos, y por tanto, la alimentación, escasa y poco variada; se basaba casi exclusivamente en el consumo de cereales y en la vid. Lo mismo sucedía en el resto de Europa, donde el cultivo de frutas y hortalizas era prácticamente inexistente. A esto añadiremos que a lo largo de la Edad Media, Europa conoció épocas de escasez extrema, y, como consecuencia, era frecuente la carencia de ciertos alimentos básicos.
Basándose en esta situación, la política de los dirigentes Omeyas de al-Andalus, fue la de impulsar todo lo relacionado con el desarrollo agrícola. Para ello, en primer lugar, se recopilaron y tradujeron numerosos textos antiguos sobre agricultura –la mayoría de procedencia orienta–, y se perfeccionaron y aumentaron los sistemas de regadío de origen romano existentes en suelo peninsular, tanto en lo concerniente a las técnicas de extracción, como de conducción del agua.
Pronto se aclimataron e introdujeron nuevas especies vegetales, provenientes de lugares tan lejanos como China, India y Oriente Medio, y se fomentó el cultivo a gran escala de productos ya existentes en Europa.
La producción agraria llegó a ser tan elevada, que surgieron excedentes alimentarios, que al ser vendidos, favorecieron el que otras personas de la comunidad se especializaran en determinados oficios, dando lugar a una economía y a una cultura urbana muy desarrolladas.
Lo que sucedió fue, en definitiva, lo que los especialistas han dado en llamar una auténtica «revolución verde».
Más tarde, en el s. X, surgió «la escuela agronómica andalusí», que habría de conocer un gran auge durante los siglos XI-XII, en los que se escribieron numerosos tratados de agricultura. También se plasmaron las costumbres comerciales agrarias en los tratados de «hisba» (de usos y costumbres). Se crearon así mismo los primeros jardines botánicos, entre los que destacaron los de las taifas de Sevilla, Toledo y Almería, en el s. XI.
A menudo estos jardines tenían un fin puramente farmacológico y terapéutico, y se creaban junto a los propios hospitales.
Se investigaron y empezaron a poner en práctica nuevos métodos de cultivo, y se experimentó con éxito la ciencia de los injertos.
Durante el mandato del califa Abderrahmán III, Córdoba conocería una de las épocas más prósperas de su existencia, transformándose en un auténtico foco de actividad artística, intelectual y científica, que le permitiría competir con ciudades tan brillantes en aquel entonces, como Bagdad, Damasco o Constantinopla.
La política unificadora y universalista del califa Abderrahmán III, cuyo nombre honorífico era al-Nasir-l-din Allah (el que combate victoriosamente por la religión de Allah), atrajo a numerosas embajadas extranjeras, que acudían hasta al-Andalus con el fin de pactar o negociar con él.
Fue a través de una de ellas, enviada por el emperador de Bizancio, cuando se introdujo en España un tratado que habría de permitir una extraordinaria evolución botánica: el libro de Dioscórides. Junto a él, envió el emperador a un monje llamado Nicolás, para que ayudase en la labor de traducción, ya que el tratado estaba escrito en griego antiguo. El emperador de Bizancio no podía haber hecho un mejor y más útil presente al califa.
En dicho libro estaba recopilada la mayor parte de las plantas conocidas, y junto a su descripción, aparecía una detallada enumeración de sus propiedades farmacológicas y alimenticias.
Este importante tratado contribuyó sobremanera a incrementar los conocimientos de los inquietos científicos andalusíes, en el campo de la agronomía y de la farmacología.
Será posteriormente, a través de la llamada «Escuela de traductores de Toledo», fundada por Alfonso X en el s. XIII, y de los traductores de Zaragoza, cuando la mayor porte de estos conocimientos penetren en el resto de Europa.
Los nuevos ingenios hidráulicos
La descripción que hicieron viajeros y geógrafos árabes de al-Andalus, era la de un país con abundantes tierras de secano en el interior, dedicadas principalmente al pastoreo y al cultivo de cereales, que contrastaban con las ricas ciudades. Éstas estaban situadas en su mayor porte en las riberas de los ríos más caudalosos, rodeadas de abundantes vegas donde se cultivaba toda clase de árboles frutales y de hortalizas.
En torno a estos ríos se crearon nuevas canalizaciones de agua: acequias, azudes y presas, cuya función era la de acumular el agua que luego habría de ser repartida. Se construyeron, además, abundantes aljibes y «qanats», que consistían en un sistema de pozos conectados entre sí.
También se instalaron en las orillas de los ríos numerosos ingenios, como son las norias («nau ‘ra»), que tenían por objeto facilitar el reparto del agua. Unas eran las llamadas de corriente, consistentes en una rueda hidráulica elevadora, mientras que otras, llamadas actualmente «de tiro», consistían en un complejo mecanismo de ruedas accionadas mediante tracción animal.
Este tipo de ingenios se ha venido utilizando en España hasta hace pocas décadas.
En cuanto a las nuevas reglamentaciones e instituciones que surgieron en torno a un reparto equitativo de las aguas, muchas de ellas (como el Tribunal de las Aguas en Valencia, y las costumbres, sin reglamentar, de tandas y turnos), todavía perduran en algunas regiones de España, especialmente en la región levantino-murciana.
Las buenas mañas hortícolas de los andalusíes, no sólo fueron estimadas por los musulmanes norteafricanos que les acogieron tras ser expulsados de España, sino también por los propios cristianos, como así lo demuestra un refrán popular que todavía se emplea entre nosotros: «¡Una huerta es un tesoro, si el que la labra es un moro!”.
También eran famosos en al-Andalus, entre los poetas y geógrafos árabes, los palacios «de recreo» («al-Muniya»), que edificaba la nobleza en las afueras de las ciudades, rodeados de hermosos jardines y vergeles.
En ellos se entremezclaban exóticas flores de ornamentación como el narciso, el alhelí, la rosa y el jazmín, con plantas aromáticas como la albahaca y la melisa, y árboles frutales de toda clase, que en época de floración esparcían un intenso y dulce olor por todo el jardín.
Desplegando impasibles toda su belleza, los pavos reales se contoneaban alrededor de las albercas.
Entre las almunias más prestigiosas estaba la Almunia Real, que mandó construir el rey de la taifa de Toledo, al-Ma’mun ibn Di-l-Nun. Enclavado junto al Tajo, Ibn Bassan la describe con una gran alberca en cuyo centro estaba situado un quiosco con vidrieras de colores. Este pabellón se llamaba «maylis al-nau’ra» (salón de la Noria), tal vez porque en él había una rueda hidráulica que elevaba el agua hasta la parte superior de la cúpula, y desde allí caía resbalando, produciendo un gran efecto estético y una sensación de frescura.
No en vano, llegó a surgir en Valencia, en el s. XI, un nuevo género literario que describía con júbilo los jardines y frutos de la época. Así narra el poeta Ali ben Ahmad lo que presenciaba en los jardines de la almunia de al-Mansur, en Valencia:
«Ven a escanciarme, mientras el jardín viste un alvexí de flores urdido por la lluvia, –Ya la capa del sol está dorada y la tierra perla su paño verde de rocío– En este pabellón como cielo al que sale la luna del rostro de quien amo. Su arroyo es como la vía láctea, flanqueada por los comensales, astros brillantes.»
La aclimatación e introducción de nuevas especies
En base a los logros de las nuevas técnicas agrícolas, pronto se implantó en al-Andalus el cultivo de nuevas especies como la palmera datilera y el plátano.
Otras especies como el olivo, ya existían en nuestro suelo, pero fueron los hispanomusulmanes quienes fomentaron y organizaron su cultivo a gran escala. Abu Zakariyya, que vivió en Sevilla en el s. XII, da buena fe de ello, describiendo en su «Libro de la Agricultura» los hermosos olivares del Aljarafe sevillano, y las distintas cualidades del aceite, valorado por su dulzura, su aromático sabor y sus propiedades bromatológicas.
Más tarde, tras la expulsión de los judíos en 1492 y de los moriscos en época de Felipe III, el uso del aceite, clara impronta de la cocina de estos pueblos, desaparecerá prácticamente de la cocina española, siendo sustituido por la indigesta manteca de cerdo, hasta hace bien poco.
El resultado de estas extensas plantaciones de olivos, lo podemos apreciar hoy en día en los campos de Andalucía, surcados por cientos de miles de simétricas hileras verdes.
Los andalusíes introdujeron nuevos productos muy populares hoy, no sólo en España, sino en toda Europa, como es la berenjena («badinyana»), originaria de la India y difundida por el Mediterráneo a través de Persia. Tan apreciada llegó a ser en al-Andalus, que a los almuerzos de mucho bullicio y gentío, se los llamaba ‘berenjenales». Esta expresión es aún muy empleada en nuestro lenguaje actual.
Entre las verduras más estimadas, constaban también las alcachofas («al-jarsuf») y los espárragos, que tenían la propiedad de evitar los malos olores de la carne.
Las hortalizas más cultivadas eran, además, la calabaza, los pepinos, las judías verdes, los ajos (que, por su mal olor, al igual que la cebolla, no se debían de consumir crudos), la zanahoria, el nabo, los acelgas («as-silqa»), las espinacas («isfanaj»), los puerros…, de tal suerte, que los andalusíes podían tomar verduras frescas durante todo el año, lo que realmente constituía una primicia.
Las frutas más consumidas eran la sandía, que provenía de Persia y del Yemen; el melón, del Jorasán, y la granada, de Siria, convertida, en la imaginación colectiva, en casi un símbolo de la España musulmana.
El higo, que llegó a ser reputado en al-Andalus hasta el punto de exportarse a Oriente, se introdujo en la Península, procedente de Constantinopla, en tiempos de Abderrahman II. Era muy estimada una variedad llamada «boñigal», o «doñegal». Del mismo modo que fueron famosos los higos y las uvas de Málaga, lo fueron también los plátanos de Almuñécar.
Los cítricos, como el limón («laymun»), el toronjo y la naranja amarga («naranya»), fueron importados de Asia oriental. Eran utilizados para conservar los alimentos, pero también se extraía de ellos y de sus flores, esencias para la elaboración de los perfumes.
Los naranjos, curiosamente, eran considerados portadores de mal augurio. Badis, el rey zirí de Granada, prohibió su plantación e hizo que fueran arrancados los ya existentes, ya que, al igual que otros muchos reyes de taifas, les achacaba sus fracasos militares.
Se aclimataron también, procedentes de otros lugares, el membrillo el albaricoque, y un sinfín de frutos más.
En cuanto a las especias, muy utilizadas en la cocina de al-Andalus, se introdujo la canela, procedente de China, donde se conocía desde hacía ya miles de años. También el azafrán («zafaran»), el comino («kammun”), la alcaravea («al-qarawiya»), el cilantro, la nuez moscada y el anís («anysun»), entre otros.
Estas especias, además de utilizarse como condimento en la elaboración de los platos, eran exportadas hacia Oriente, lo que favorecía sumamente el desarrollo económico.
Los cereales, base de la alimentación de los andalusíes, eran utilizados en forma, no sólo de pan, sino de gachas, sémolas y sopas. Se mejoraron las especies ya existentes, y se introdujeron otras nuevas como las recogidas en el tratado del geópono al-Tignari: «el trigo negro, el rojo a ‘ar-ruyun’, el tunecino». De hecho, existe una clase de trigo que no se consume habitualmente en nuestro país y sólo se encuentra en las tiendas especializados en dietética, llamado «trigo sarraceno», que conserva íntegra su cáscara, y es de textura agradable y cremosa.
Al parecer, contrariamente a la creencia generalizada mantenida hasta ahora, las semillas de arroz («arruz») no fueron implantadas por los hispanomusulmanes, sino que se cultivaba ya, aunque a pequeña escala, entre los visigodos. Los andalusíes, sin embargo, extendieron su cultivo por ciertas zonas como el Aljarafe y la Albufera valenciana, y lo emplearon en numerosos guisos y postres.
Y por último, a ellos debemos la caña de azúcar, que vino a sustituir a la miel en su función de edulcorante, aunque ésta continuó siendo siempre muy valorada.
Filosofía de la cocina
Para el espíritu analítico de los doctos andalusíes –muy versados en las ciencias especulativas–, también la cocina tenía su importancia conceptual, científica, y su propia filosofía.
Desde esta perspectiva, los alimentos serán ante todo un medio para conservar y recuperar la salud; toda una obligación para el musulmán, que consideraba la higiene y el cuidado corporal como algo natural e imprescindible en la vida del ser humano. Al respecto de una alimentación adecuada, el propio Profeta Muhammad decía: «El estómago es la alberca del cuerpo a donde llegan numerosos vasos sanguíneos; cuando el estómago está en buena forma, los vasos llevan salud, y cuando está perturbado, llevan consigo la enfermedad».
Los hispanomusulmanes se basaban, pues, en este concepto y en la ciencia greco-latina, que preconizaba a su vez que para evitar y combatir las enfermedades, era necesario adoptar el régimen alimenticio a las posibilidades físicas y psíquicas de cada individuo. Esta ciencia, basada en la teoría de los cuatro «humores» corporales, consideraba, para una correcta nutrición, el temperamento, la complexión y edad de la persona, así como el clima y la estación del año.
Por ello, califas, visires y hombres honorables que podían permitírselo, tenían a su disposición médicos que poseían amplios conocimientos culinarios, y, también, cocineros que tenían conocimientos médicos. Esto era realmente una ciencia de vanguardia, si consideramos la escasa información que poseen hoy estos profesionales sobre ambos campos a la vez.
Basándose en estas premisas, se escribieron numerosos tratados médico-dietéticos que incluían, por lo demás, toda clase de atractivas y apetitosas recetas. Aquí podemos comprobar, una vez más, que el espíritu práctico y riguroso de los hispanomusulmanes no estaba reñido con el concepto lúdico que tenían de la vida, y que, en aquél entonces, no sucedía como ahora, en que la palabra «dieta» se asocia con «enfermedad», y parece ser contraria al puro placer culinario.
En estos libros, como el «Tratado sobre los alimentos” de al-Arbuli –autor que vivió en el reino nazarí durante el s.XV–, la primera parte está dedicada al análisis de las propiedades curativas y bromatológicas de los alimentos, señalando las diferentes cualidades de cada producto y sus posibles efectos negativos si son consumidos inadecuadamente. También se explica la forma de corregir estos efectos en su elaboración. Después consta un amplio repertorio de recetas.
En cuanto a las personas más indicadas para la elaboración de la comida, Ibn al-Jatib exponía en su «Libro de Higiene»:
«…si experimentan cólera, temor o adulación, no deben desempeñar este Arte, sino solamente, aquellos otros sobre los que esté fuera de duda la sospecha y tengan depositada la confianza de las gentes nobles, las esposas virtuosas, los maestros y los más dignos de la religión y de la piedad…».
Además de tener en cuenta estos aspectos, como norma de salud y para reservar la longevidad –cosa que los hispanomusulmanes consiguieron, pues era proverbial su fuerza física y los largos años de vida que alcanzaban–, se recomendaba comer alimentos apetitosos, pero en poca cantidad. En este sentido, el propio Profeta decía:
«No mortifiquéis el corazón con un exceso de comida y de bebida, porque el corazón es como una planta, que se muere por exceso de agua».
No le faltaba razón, pues hoy en día la medicina tradicional, así como las alternativas, han comprobado el perjuicio tan grande que produce en el organismo una sobrealimentación –el mal occidental de nuestra época–, sobrecargándolo y atrofiándolo a menudo en sus diversas funciones.
Por ello, era costumbre entonces hacer tan sólo dos comidas al día. La comida principal se realizaba al atardecer, especialmente durante los días calurosos. De hecho, este sano hábito se mantiene en casi todos los países europeos, excepto, paradójicamente, en España, dónde los fuertes e interminables almuerzos, con sobremesa incluida, nos restan a veces fuerza para seguir trabajando, obligándonos a hacer la siesta. ¡Esa envidiada costumbre española que se ha convertido casi en una institución!
Magia y seducción culinarias
Como antes mencionábamos, los andalusíes opinaban que «La nutrición y digestión contribuyen a dar el equilibrio a los humores de que está compuesto el hombre, pero esto sólo es posible si reina el agrado, el deleite y el apetito, en el acto de comer».
En relación a ese deseo de hacer apetecibles las comidas, surgió el gusto por las especias y por los condimentos que contribuyen a dar sabor a los alimentos.
Era tan grande su afán por hacer las cosas atractivas, tanto a la vista, como al oído y al paladar, que los andalusíes seguían a «pie juntillas” ese precepto de Galeno que asegura que: «Es preferible un enfermo que desea cualquier cosa, que un hombre sano que no desea nada».
Esta filosofía un tanto hedonista, contrastaba grandemente con la rudeza y la falta de refinamiento de las anteriores poblaciones hispanogodas, y del «modus vivendi» existente hasta entonces, tanto en España como en el resto de Europa. Como consecuencia de esta manera de concebir la vida, se produjo una serie de importantes transformaciones, tanto en las costumbres cotidianas, como en el arte, la estética, y, por supuesto, la gastronomía.
Varios hitos marcaron además el «arte de la buena mesa» andalusí. Uno de ellos fue la llegada en el s. IX, en tiempos del emir Abderrahmán II, del famoso músico y esteta kurdo llamado Ziryab, «pájaro negro cantor», procedente de Bagdad, de donde tuvo que huir, víctima de los celos de su maestro, un reconocido músico de la época.
Ziryab provocó una auténtica revolución no sólo en el campo de la música, sino en el de la moda y la gastronomía.
A él debemos en Europa el hecho de que los platos se sirvan en la mesa con un orden determinado, tal y como hoy lo conocemos –primero las sopas y caldos, después los entremeses, pescados y carnes, y, finalmente, los postres–, y no del modo caótico y desordenado en que se servían los manjares anteriormente. Fue también él quien introdujo el uso de la cuchara y de las copas en la mesa, así como numerosas recetas, algunas de las cuales son aún muy populares en España.
Es fácil imaginar cuál sería el estupor que no causaría Ziryab cuando desembarcó en al-Andalus, tocado con un sofisticado gorro de astracán calado hasta las cejas, la barba teñida de alheña, mientras desprendía una intensa fragancia de flores y resinas orientales.