Fue el primero en llevar la prisión ilegal a los tribunales y abrió el camino para defender a los detenidos. Con su ONG, Clive Stafford Smith ha luchado por liberar a casi un centenar. Ahora confía en Europa para echar el cierre.
Cuando en enero de 2002 empezaron a conocerse las primeras noticias sobre la prisión de Guantánamo (Cuba), a la que los militares estadounidenses estaban trasladando a supuestos terroristas de Al Qaeda y talibanes afganos capturados “en combate”, un abogado de sonrisa torcida decidió meter una cuña antes de que se cerrara la puerta de la guerra sucia contra el terror. “Demandemos al presidente Bush”, escribió Clive Stafford Smith en un correo electrónico a sus colegas defensores de los derechos civiles en Estados Unidos. La mayoría respondió con silencio. Otros no veían ningún problema con la prisión. Algo había cambiado, se excusaban: su país se encontraba en guerra desde el 11-S.
A Stafford Smith, de 49 años, estadounidense de origen británico, no le retuvo ningún complejo patriótico. Después de dos décadas defendiendo a los innombrables en el corredor de la muerte de los Estados sureños, en febrero de 2002 demandó al entonces presidente, George Walker Bush; al secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y a dos mandos de la base naval de Guantánamo por retener “incomunicados y bajo custodia ilegal” a dos ciudadanos británicos. Dos años y medio más tarde, gracias a esta demanda, la Corte Suprema reconocía a los presos el derecho al procedimiento de hábeas corpus y abría una rendija para la entrada de abogados en la base.
A Stafford Smith, de 49 años, estadounidense de origen británico, no le retuvo ningún complejo patriótico.
Casitas de ladrillo
La niebla acaricia las colinas del condado de Dorset, al sur de Inglaterra. La carretera serpentea entre prados y vacas. Unas casitas de ladrillo al fondo de un camino embarrado. Un hombre espigado se asoma a la puerta. Dentro, ofrece un té y pide unos minutos: “Estoy acabando una carta a la Casa Blanca. A ver cuál es la postura de Obama sobre la tortura cometida contra un cliente”. Stafford Smith teclea en el portátil. Su mujer, también abogada, juguetea en el salón con el bebé de ambos. John Le Carré y Ernesto Che Guevara sobre la estantería. Zumba la tetera. Punto. Correo terminado. Con la taza en la mano y sus pantalones de pana agujereados, el azote de Guantánamo sale a la calle y hace de guía hasta su oficina, una cabaña luminosa que debió de servir como almacén de aperos. Le ha puesto el apodo de El Pentágono. Como el original, dice, cuenta con cinco lados.
El inagotable Stafford Smith, distinguido como oficial del Imperio Británico, acaba de volver de Estrasburgo (Francia), donde ha pasado un par de días contando a los parlamentarios europeos “la verdad sobre los prisioneros de Guantánamo”. Con más de 20 viajes a la base americana a sus espaldas, en estancias de 10 días, ha representado a unos ochenta detenidos al frente de Reprieve, la organización británica sin ánimo de lucro que fundó hace nueve años; 50 de ellos ya han sido liberados. La mutación de la ONG, consagrada a la defensa de los condenados a muerte, fue inevitable cuando Guantánamo entró en escena. Su sede se encuentra en el corazón de Londres y cuenta con 14 abogados e investigadores dedicados a desvelar el oscuro sistema de inteligencia post-11-S. Las prisiones ilegales se encuentran entre sus prioridades. No sólo la cubana. Ahí están Bagram (Afganistán), Temara (Marruecos) o Diego García (territorio británico). El seguimiento de los vuelos de la CIA es otro de sus fuertes. Sus averiguaciones fueron entregadas en 2008 al fiscal de la Audiencia Nacional que investiga el caso en España, Vicente González Mota. Reprieve aportó la identidad de los agentes de la CIA que operaron los vuelos con escala en territorio español. Los agentes se identificaron con nombres falsos, sostiene Reprieve. “Esta información todavía ha de verificarse, pero ha sido incluida en el sumario”, resume el fiscal. “Y esto da cuenta de su relevancia”.
Volvamos a Guantánamo. Con la orden ejecutiva de Barack Obama de desmantelar en un año una prisión en la que han tenido lugar más suicidios (4) que juicios justos (3), el debate se ha trasladado. “No puedes cerrarla a menos que los prisioneros tengan un lugar al que ir”, dice Stafford Smith. Ahí entra en juego Europa y su viaje a Estrasburgo. De las cerca de 240 personas que siguen encerradas, 140 regresarán a sus países. Unas 40 quizá sean juzgadas en suelo estadounidense. Cerca de 60 no tienen un destino al que volver, perseguidos en sus países, o cuyos Estados se encuentran en guerra. La negociación en el Parlamento Europeo terminó con una declaración de buenas intenciones para ofrecer refugio a quien lo necesite. Pero el problema con la política, dice el abogado, es que una cosa son las palabras y otra la acción.
Noviembre de 2004. Stafford Smith logra su primer permiso para entrar en la base y entrevistarse con los prisioneros británicos Moazzam Begg y Richard Belmar. Bush ya había anunciado al mundo (julio de 2003): “De lo único que estoy seguro es de que éstos [los prisioneros] son personas malvadas”. El abogado imaginaba que se habrían cometido errores, fallos en la identificación, falta de pruebas. “Pero supuse que lo habrían hecho bien en casi todos los casos”. Primera sorpresa: “La mayoría no eran terroristas”. Las cifras han ido hablando por sí solas: de las 759 personas que han desfilado por la base, 525 han sido liberadas. Sus dos primeros clientes volaron a casa dos meses después de la visita del abogado.
Burocracia militar
El anecdotario de este hombre sobre los sinsentidos de la prisión es interminable. Para empezar, cuenta, se topó con el muro de la burocracia militar. Lo primero que necesita un abogado para defender a una persona es saber quién es la persona, pero nadie sabía quién se hallaba en Guantánamo. Los militares tampoco aportaban ninguna pista. “Cuando por fin dimos con algún nombre y comentamos a las autoridades americanas ‘Eh, estoy representando gratis a esta persona’, nos contestaron que sólo podíamos representarlo si teníamos su permiso expreso. ‘Pregúntenle si quieren que le defendamos’, respondíamos. Y los militares: ‘No. Eso no lo podemos hacer”. La clave fue dar con los familiares, que tienen derecho a solicitar apoyo jurídico para los detenidos. Esto puede resultar sencillo con ciudadanos británicos o australianos. En Yemen, adonde Stafford Smith viajó para localizar a varias familias, se vuelve una labor titánica.
Una vez dentro, la siguiente trampa burocrática: cualquier anotación que un abogado quisiera conservar después de entrevistarse con un detenido había de meterla en un sobre y dirigirla al Departamento de Defensa en Washington, donde se tachaba debidamente toda información comprometedora para la “seguridad nacional” de Estados Unidos. Cualquier referencia a las torturas sufridas por sus clientes, como el ahogamiento, los golpes, los cortes, la simulación de homicidios en celdas contiguas o la posición de strappado propia de la Inquisición española era eliminada porque formaba parte de los “métodos de investigación”. Material clasificado que los abogados no podían hacer público.
A Stafford Smith se le ocurrió así uno de sus golpes de efecto más sonados. En 2005 le remitió al primer ministro británico Tony Blair una carta desde Guantánamo describiendo las atrocidades que los militares americanos habían cometido contra su cliente Moazzam Begg. La misiva la componían una memoria de 40 páginas sobre los abusos, que quedó censurada en un 90%, y dos folios de carta aclaratoria con el encabezamiento: “Re: Torturas y abusos a ciudadanos británicos en Guantánamo”, y un último párrafo: “Todo lo que aparezca tachado en esta carta es información que sus aliados de Estados Unidos no creen que deba conocer”. Fueron las dos únicas frases que la censura de Washington no cubrió con una mancha negra.
Ante la ausencia de juicios justos y la poca información que superaba el filtro, la labor de los abogados ha sido investigar la vida de los prisioneros con las pocas pistas que tenían. Stafford Smith lo ilustra con la historia de otro de sus clientes, Mohamed el Gharani. Originario de Arabia Saudí, fue detenido en Pakistán y vendido a los militares estadounidenses en 2003. Tenía 14 años. Durante el interrogatorio, un intérprete de árabe que hablaba el dialecto yemení le preguntó que cómo conseguía “tomates” en Pakistán. “¿Tomates?”, se preguntó el muchacho. “No necesito tomates. Puedo conseguirlos en cualquier parte”. El problema fue que la palabra que entendía en su dialecto saudí como “tomates” o “ensalada”, zalat, significaba “dinero” en yemení. Los militares, explica su abogado, concluyeron que debía de tratarse de un financiador de Al Qaeda. Lo acusaron de formar parte de una célula londinense en 1998, convencidos de que El Gharani tenía unos 25 años. Lo primero que hizo Stafford Smith, después de entrevistarse con el chico, fue confirmar su edad. Consiguió su partida de nacimiento y probó que cuando se encontraba supuestamente en Londres, financiando a terroristas, ¡tenía 11 años! Su liberación ha sido anunciada en enero.
Aun así, dice el abogado, lo más grave no han sido las torturas ni las injusticias, sino el secretismo: “Yo sé un montón de cosas que están pasando, pero tú no las sabes. Ni nadie. Los americanos clasifican la información cuando los hechos les resultan embarazosos”.
Ejemplo de arbitrariedad
El caso de Binyam Mohamed, cliente que continúa encerrado, es un ejemplo de esta arbitrariedad. El asunto saltaba a la prensa el mismo día de la entrevista con Stafford Smith (5 de febrero). Y por eso escribía un correo apresurado a la Casa Blanca. El residente británico Mohamed fue detenido en 2002 y sometido a torturas en prisiones secretas de Pakistán, Afganistán y Marruecos, según contó:
“Los americanos no nos permitían el acceso a las evidencias de esas torturas”, así que denunciamos al Gobierno británico para que nos diera la información”.
La inteligencia británica había intervenido en el interrogatorio en Pakistán. Y en Marruecos le inquirieron sobre la base de datos facilitados por los británicos.
Se ganó el caso y Stafford Smith pudo leer 42 documentos clasificados. “La información es devastadora. Pero sólo unos pocos hemos tenido acceso”. A finales de 2008, varios medios de comunicación (la BBC, The Times y The New York Times, entre otros) se unieron a la demanda, para que la evidencia saliera a la luz. El 4 de febrero, los jueces anunciaron que el Gobierno británico no la haría pública, ya que había sido amenazado por la Administración estadounidense en estos términos: “La desclasificación (…) produciría un daño duradero a nuestros acuerdos (…) y a la seguridad del Reino Unido”.
La decisión del tribunal ha sido recurrida y, en cualquier caso, Stafford Smith se muestra orgulloso. “Hasta que no hubiera juicios justos, nada se haría público. Ahora los hay y, como suele decirse, el sol es el mejor desinfectante”. Oscurece fuera de El Pentágono. La taza de té vacía descansa junto al busto de Zeus que preside su escritorio. Son poco más de las cuatro, hora del paseo con su mujer y su hijo. La figura espigada se pierde por los caminos embarrados.
El día siguiente a la entrevista, la viñeta satírica de Times mostraba a Obama preguntándose: “¿Podemos publicar la información sobre la tortura al residente británico?”. Lo mismo le había pedido Stafford Smith, si mantenía la posición oscurantista de su predecesor. “Me gusta Obama. Voté por él”, había explicado el abogado. “Pero no podremos aprender de la historia hasta que no sepamos cuál es la historia”. El documento que remitió al presidente explicando la tortura sufrida por su cliente le fue devuelto por el censor de Washington con todas y cada una de las palabras tachadas.
Fuente: El País