Una arteria azul circula a cielo abierto en mitad de la estepa vivificándola. Con ella, la piel de la tierra, sucesivamente ajada por el calor y el frío de las estaciones, recobra su lozanía original, cubriéndose de un vello de vegetación.
El oro azul, como le llaman al líquido precioso que aporta el Éufrates, ha articulado la vida en torno a él desde hace milenios. A ratos, circula encajonado entre colinas ásperas y a tramos, reptando sin cortapisas por la llanura oriental. En sus márgenes se alzan vestigios de civilizaciones orgullosas que hoy ya casi nadie recuerda. Tierra de nadie y de todos. Ayer, de sumerios, acadios, babilonios y asirios, y hoy de beduinos y de trashumantes que beben de su abundancia y mantienen su forma de vida gracias a su generosidad.
Aunque los tiempos cambian a la misma velocidad que el propio caudal del río, represado ya desde su nacimiento en Turquía y cada vez más menguado. Se cree que fue hasta siete veces mayor en la Antigüedad. No solamente el gran río ha modificado su fisonomía y las ciudades que se asentaron a sus orillas se han convertido en polvo. También los nómadas de la región han trocado su forma vida –sin cortapisas, como el horizonte estepario– por los vergeles que el río hace florecer en sus márgenes. Aunque ciertos grupos, como los faddan, todavía mantienen sus costumbres y su mítica libertad de movimientos.
El Éufrates Medio y el río Jabur, su principal afluente, han sido durante siglos el hábitat de grupos árabes musulmanes, pero también cristianos y judíos, y de kurdos y turkomanos que viven en la fértil planicie de Yezire, en el noreste Siria, junto a la frontera con Irak. De estas regiones proceden las tribus más antiguas y con las tradiciones más arraigadas, aunque hayan sido en parte domeñadas por el ansia unificadora y homogeneizadora del Estado.
El río Eufrates –al-Furat, le llaman aquí–, arropa junto con su eterno vecino, el Tigris, el Creciente Fértil, la cuna de la civilización. Es el latido de la estepa en la que se escribió el capítulo más antiguo de la Historia: Mesopotamia. Más de 600 kilómetros de fertilidad y de respiro que entrelazan retazos muy largos de historia en la que también caben griegos, romanos, bizantinos y árabes. Aquí vivió la mítica reina Zenobia que luchó contra la dominación romana. Y aquí se habría de crear el reino de Mari que duró casi un milenio. Muchos siglos más tarde, Harun al-Rashid el califa bagdadí de las Mil y una Noches construyó una ciudad más propia de los sueños que de la realidad: Raqqa.
Aguas mermadas
Miles de años que ahora se escurren en la memoria de los pueblos como las aguas mermadas de uno de los dos míticos ríos que acunaron a la Civilización. Hoy, los grandes embalses de Turquía, con el de Ata-Turk a la cabeza, y el Assad, al norte de Siria, abastecen de energía y agua a los habitantes del valle, pero ponen también en peligro su caudal, que disminuye a medida que el río se encamina hacia su destino final, Iraq.
La contaminación de las aguas y los faraónicos proyectos hidráulicos de Turquía (cuyas obras ya ha reducido en un 40% el caudal sirio), crean tensión entre los tres estados, cuyo entendimiento en materia de distribución del oro azul es más tácita que explícita (los acuerdos existen en teoría), y no siempre consigue satisfacer a los tres. La extracción excesiva mediante bombeo y canalizaciones perjudican su caudal, y la agricultura de secano se ha sustituido en algunas zonas por el cultivo intensivo del maíz y del algodón; uno de los que más regadío requieren y de los que más contaminan.
Aún así, el Éufrates sigue deparando belleza y ensoñación a quienes se disponen a recorrerlo. La gran arteria tonifica el paisaje árido del noreste sirio y siembra las poblaciones ribereñas de pequeñas eras plantadas de sandías y de melones, viñas y cereales. También regala su abundancia a quienes aún pescan con artes tradicionales.
Trashumancia
En verano, ofrece refugio a los pastores trashumantes que durante el invierno emprenden sus largos viajes con sus rebaños a cuestas, en busca de los pastos más fértiles del llamado desierto de Sham, junto a Palmira. Son tantos, que la FAO ha puesto en marcha algunos proyectos que tratan de reducir los impactos del sobrepasto, regenerando el suelo.
El recorrido que parte desde el embalse de Assad hasta la legendaria ciudad de Mari, ya cerca de la frontera con Irak, ofrece junto a las aguas del Éufrates un rosario de yacimientos arqueológicos que evocan glorias pasadas y nos recuerdan constantemente lo efímero de la existencia y los estragos del tiempo. Y todo, en medio de un paisaje áspero y llano, a menudo majestuoso, que se transforma al ritmo de las estaciones y de la luz cruda e intensa de los horizontes continentales.
La primera obra hidráulica de importancia surge en el embalse de Assad, a unos 100 kilómetros de Alepo, que alcanza los 80 kilómetros de longitud. Allí se sitúa la gran presa del Éufrates, de 60 metros de altura y 4.400 de largo, puesta en marcha en 1968 con ayuda de la antigua Unión Soviética. Ante el gran número de yacimiento arqueológicos y restos históricos que se acumulaban en las márgenes del río, el estado sirio y la UNESCO planearon salvarlos reconstruyendo los principales en otros lugares.
Qalat Jaber
Esto sucedió, por ejemplo con el castillo de Qalat Jaber, situado a poca distancia de la presa Taqba. Uno de los lugares más frecuentados por la población local, que acude durante los días festivos en alegres pic-nics familiares de comidas camperas sobre mantel de cuadros y a ras de suelo. Al modo árabe. Entonces, el lugar se llena de algarabía infantil, de bañistas y de pequeñas barcas que faenan junto a la orilla con sus redes artesanales. Pero también hay quien prefiere almorzar en el restaurante a pie del agua.
Qalat Jaber es un castillo musulmán aupado sobre un promontorio y construido por Nur ed-Din en la Edad Media. Aparte de algunos lienzos de muralla, las torres y el camino de ronda, queda en pie el alminar de planta cilíndrica y de ladrillo. Casi todo en el curso del Éufrates está construido en ese material humilde y perecedero que es el ladrillo, una de las principales aportaciones de Mesopotamia, a la que los musulmanes supieron sacar tanto provecho, como lo demuestra el bellísimo alminar elicoidal de Samarra, en Iraq, colmo de la elegancia y la depuración formal.
Desde la ubicación del castillo la vista abraza la gran masa de agua quieta que es el embalse Assad, condicionando el paisaje con sus rotundos tonos de azul, que alcanzan el turquesa en algunos puntos y se tiñen de un naranja furioso con el ocaso.
Desde allí se recorren unos 50 kilómetros en dirección hacia el Este, por la carretera que une Alepo y Deir ez-Zor hasta alcanzar Raqqa, la primera ciudad que besa las aguas del Éufrates desde que abandonamos el lago Assad. Hoy cuesta imaginar que aquella fuera la ciudad favorita de Harun el-Rashid en el siglo VIII, cuando Siria era una provincia del califato abbasí de Bagdad. La convirtió en un vergel regado por las aguas a través de complejas canalizaciones, propias de los relatos de las Mil y una Noches –o de la exhuberancia de los jardines babilónicos–, y su cerámica alcanzó notoriedad, exportándose a otros puntos del orbe islámico. Pero hoy, desde que el alma belicista de los mogoles la destruyera, el casco histórico está sumido en el deterioro. Solamente se conservan los restos decrépitos de las residencias palaciegas y la mezquita grande, así como las murallas y la llamada puerta de Bagdad, que aún impresiona y muestra decoraciones en ladrillo que hablan de un pasado refinado y hedonista.
Raqqa
En la región habitan numerosas tribus árabes. Adafelas, ugaidads, sharabis y yburs, se dejan ver por las calles de Raqqa vistiendo sus largas galabiyas y tocados de sus iashmars. Entre ellos se perpetúan viejos códigos consuetudinarios, rancias enemistades tribales y costumbres relacionadas con su proverbial hospitalidad. Gentes sobrias que viven someramente de lo que la naturaleza les provee: grandes rebaños de ovejas y algo de agricultura extensiva.
Continuaremos a 90 kilómetros hacia Mari hasta dar con Halabiyé. Como todos los yacimientos del valle, está ubicado en un alto para evitar las crecidas del río, que en el pasado eran el pan de cada día. De esta plaza fortificada solamente se conserva parte de la muralla dotada de poderosos bastiones y contrafuertes que trepan hacia una colina desde la que se divisa el río encajonado y poco caudaloso, rodado de un paisaje ondulado y profundo que se cubre de verde tierno tras las lluvias primaverales. Fue fundada por la reina Zenobia en el siglo III y se convirtió en una importante plaza defensiva bizantina, con el fin de mantener a raya a los invasores persas.
La capital del valle
Quedan ya tan solo unos 60 kilómetros para alcanzar Deir ez-Zor, la capital del valle, con sus 160.000 habitantes, su universidad e infraestructura suficiente para alojarse. Ciudad de nuevo cuño esta vez, polvorienta e impersonal en su trazado, pero llena del bullicio de beduinos y de técnicos locales y extranjeros que trabajan en los cercanos yacimientos de petróleo. Aquí es el oro negro, y no el azul, la principal razón de ser. Los colonos franceses construyeron un puente de hierro sobre el río, por el que hoy circulan peatones y ciclistas, y como en todas las ciudades árabes, la calle está repleta de vida.
Pero lo más notable es sin duda el museo arqueológico, con una nutrida muestra de la riqueza civilizacional de Yezire, la gran planicie fértil del Norte. De reciente creación y gran calidad museística, muestra una importante colección de piezas arqueológicas pertenecientes a distintas épocas, así como reconstrucciones de ambientes y de monumentos. Un lugar imprescindible para acercarse a ese gran crisol mesopotámico en que se fraguaron las principales culturas de la Antigüedad.
Retornaremos ahora de nuevo hacia el pasado y a la soledad de la estepa, en un recorrido de 90 kilómetros, siempre en dirección a levante. Allí se alza, resistiéndose al paso del tiempo y a la intemperie Doura Europos. La que fue una importante ciudad helenística descubierta en 1920 por un destacamento británico. Lo que aquí se descubre a la vista son los restos de una fabulosa muralla de nueve metros de altura y tres de ancho, que rodeaban esta ciudad perteneciente al reino de Mari. Pero, como casi todos los yacimientos del valle del Éufrates, la ciudadela ha caído paulatinamente en el olvido. Permanecen, muy deteriorados, los cimientos de lo que fue el templo palmiro, la sinagoga y la capilla cristiana.
Hay que dejar a la imaginación hacer el resto: inventarse los olores de la vida cotidiana y los sonidos callejeros. Ya solo quedan 31 kilómetros para alcanzar Mari. Capital del Éufrates Medio durante un milenio, y hoy otro amasijo de ladrillos erosionados y expuestos a los caprichos del clima. Cada verano, un equipo internacional de arqueólogos encabezado por Margueron, consolidan sus cimientos y siguen excavando en busca de desenterrar sus secretos.
La ciudad nació en 2900 a.C. con el propósito comercial de controlar las mercancías que circulaban por el río, pero fue en 2600 cuando se fundó una gran ciudadela, y se construyó el palacio mesopotámico más monumental del que nos han dado testimonio la arqueología y la historia. Desde entonces han pasado cuatro mil años de grandezas, miserias y el trabajo paciente de la naturaleza minando lo que construyó el hombre con miras puestas en la eternidad.
La historia
La primera civilización surgida en Siria fue la de Uruk, en Mesopotamia, que se fundó en la segunda mitad del IV milenio. Se conocieron entonces los primeros núcleos urbanizados. De esa época data el nacimiento de la escritura, la metalurgia del cobre y del bronce y el descubrimiento de la rueda. En el III milenio se levantará la ciudad de Mari, en el curso medio del Éufrates. Durante casi mil años, se erigirá como capital comercial y cultural del valle. En un principio se construyó amurallada dentro de un círculo de casi dos kilómetros de diámetros.
En el 2600 a.C., se levantó un gran palacio real y un santuario, en los que se halló una importante muestra de estatuas sumerias representando a la familia real y a diversos sacerdotes. Los acadios, sin embargo, destruyeron la ciudad cuando se apoderaron de ella. A principios del II milenio y tras la desaparición de los acadios, el valle se ve absorbido por el imperio de Babilonia creado por Hamurabi. Tras un corto periodo, el desarrollo del valle atrae a los asirios.
En 539 Siria pasa a manos del imperio Persa, aunque de este periodo no queda constancia en el valle del Éufrates. A continuación se sucede la época helenística, cuando Alejandro el Magno se apodera del país en 333 a.C. También Roma y Bizancio estuvieron presentes en el noreste del país, hasta que, en el siglo VII, Siria fue conquistada por los árabes y se convirtió en califato, con la dinastía omeya gobernando desde Damasco hasta el 750.
Fuente: Revista Altaïr, abril de 2003