El avión de Madrid a Melilla va vacío en sus tres cuartas partes; aparentemente no hay mucho trato comercial entres ambas ciudades. Bajamos en picado sobre el mar, hoy sumamente bravo. La magnífica playa se extiende por toda la costa. Desde los 1.000 metros de altitud el pueblo de Nador parece abandonado, como si perteneciese a una película del Viejo West. Desde el aire, el famoso valle parece delicado como encaje. Es aquí donde trafica con sueños. Otra película.
Saíd es el entrañable taxista, locuaz como muchos de su profesión. A mis preguntas responde con naturalidad: sí, los niños están por toda la ciudad, parecen ratones. Sí, algunos son más bien pequeños, pueden tener solo 10 años: todos viven en la calle y sobreviven mendigando y robando. No, para nada se entregan al centro de acogida, no quieren, prefieren ocultarse entre las rocas en la playa, o pegados a los barcos amarrados en el puerto, siempre estudiando como colarse. ¿Pegamento? Seguramente alguno. «Será por el hambre».
Le pido que me enseñe dónde están los niños. Subimos a un alto y mirando abajo disimuladamente vemos a unos chicos entre las rocas, casi metidos en el mar. Son adolescentes jóvenes, alguno que otro más bien en la pubertad. Hay un fuerte olor a orina. Llovizna sobre la basura y los deshechos. De hecho, parecen ratones.
Mirando hacia abajo me viene a la cabeza la historia de Merlin el Flautista de Hamelin, leyenda medieval contada por los Hermanos Grimm. Estos niños marroquíes arden con su gran proyecto vital de llegar a Europa: es este sueño lo que les mantienen vivos y les abriga en las noches de frío. Viven embrujados, como si les llamase una música mágica.
Estos niños marroquíes arden con su gran proyecto vital de llegar a Europa: es este sueño lo que les mantienen vivos y les abriga en las noches de frío.
Estos niños marroquíes no son refugiados políticos o de guerra, son sencillamente, pobres. Como tal, no tienen derecho de apoyo. La mayor parte fue abandonada por sus madres, en una cultura en que la madre soltera es el gran tabú. Entre ellos se organizan perfectamente para apoyarse entre sí, no les falta «familia». Alguno que otro consigue meterse de polizón en un barco o en un camión. Entonces llama a los del pueblo para acudir cuanto antes al mundo dorado. Estos chavales no hablan más que árabe; no saben escribir. Algunos terminan en la Calle Montera luciendo zapatillas nuevas y camisa blanca. «Será por el hambre».
Trato compasivo
Aquí, entre los Melillenses, el trato es compasivo: es que son niños. Hoy por hoy hay todavía la tolerancia que «‘antes» se veía en La Península. Parece un pueblo de provincia de los años 80, digamos, Talavera de la Reina. Les pregunto por los niños y responden «¡Pobres!» Muchos de los locales son de origen magrebí, simpatizan.
En este sitio de la frontera no se le escapa a nadie que hay mucha exportación de Europa hacia Marruecos, pero no al revés. Todo el material que sale de Marruecos va en bruto, los marroquíes no explotan la elaboración del producto (ya sean latas de tomates, vaqueros o vigas de hierro). No explotan siquiera su proprio suelo; el desarrollo turístico está en manos de franceses y alemanes. No hay know-how local para gestionar estas industrias (que lo hubiese no sería favorable para los intereses exteriores). Tú me dirás que no es factible educar a esta gente para gestionar sus propios recursos, que eso es toda una fantasía, algo políticamente absurdo. Tristemente te doy la razón.
Es la hora de comer. Los niños salen de la playa y vienen a buscar algo que echarse a la boca, mendigando y hurgando en las papeleras. No hablan español, pero con sonrisas consiguen decirme su edad. Un grupo tiene 14, 16 y 18. Los de la otra pandilla son manifiestamente más jóvenes. Entre ellos hay tres o cuatro que no alcanzan los 10 años. A pesar del frío y del hambre son claramente felices; son niños. «Eran los reyes de su verano», para citar a Camus. Pero el verano se hará corto, y pronto llegará la vida de verdad.
Margallo nos cuenta que Melilla y Ceuta ahora son puntos de reclutamiento de yihadistas. Nada más fácil de creer. Se recluta a cambio de un trozo de pan, un tratamiento contra piojos, una visita al dentista, una manta para dormir. Es la oferta de un proyecto vital, de una visión de vida, de una «familia». ¿Quién no se apuntaría?