En un momento en el que el mundo se cierra al Otro, y las identidades son cada vez más esencialistas y excluyentes, es interesante adentrarse en la fabulosa historia de la ciudad más antigua de Francia, Marsella. Los orígenes de la llamada «ciudad focense» se hallan en otro continente -más concretamente en Asia Menor– hace unos tres mil años. A partir de entonces, el destino y el desarrollo de Marsella y su cuenca se pusieron en manos de las personas que desembarcaron en sus costas.
Una ciudad nacida del matrimonio entre el autóctono y el extranjero
Para entender su fundación hay que remontarse a las costas de la actual Turquía, bastión de un pueblo griego, los focenses. Los focenses, cuya capital era la ciudad de Foça, cerca de Esmirna (Turquía), buscaban nuevos lugares y tierras para fundar nuevos puestos comerciales, llamados emporias, en la costa mediterránea. En aquella época, los focenses abogaban por la creación de una red comercial que uniera el este y el oeste del mar Mediterráneo. Por ello, enviaban con gran frecuencia marineros a bordo de embarcaciones de remo conocidas por su velocidad (los pentecóntera) para navegar y alcanzar las costas occidentales.
Así, entre los siglos VI y VII a.C., unas embarcaciones dirigidas por Protis desde las costas turcas del mar Egeo se lanzaron en esta aventura hacia el oeste mediterráneo. Navegaron por las olas del mar interior hasta que un día se detuvieron en una cala que les llamó la atención tanto por su belleza como por su posición estratégica que, entre otros beneficios, la protegía de los fuertes vientos de la región.
En la mente de todos los marselleses, el mito fundacional de la ciudad es una historia de mezcla y mestizaje cultural.
Por aquel entonces, esta cala, virgen de cualquier construcción, albergaba en su territorio interior una tribu gala local, los Ségobriges. Los focenses, en su objetivo de asentarse en este lugar, tuvieron que ganarse la confianza de los nativos. Así comienza el mito fundacional de la ciudad, un mito que simboliza perfectamente la realidad de la ciudad desde ayer hasta hoy.
La leyenda cuenta que la llegada de Protis coincidió con un acontecimiento importante, la boda de Gyptis, hija del rey Nann de los Ségobriges. Los focenses participaron en los festejos como muestra de amistad.
Según las costumbres locales de la época, correspondía a Gyptis elegir a su futuro marido, ofreciendo al afortunado una copa llena de agua. Así, en el momento de la elección, la mirada de Gyptis se dirigió directamente hacia el Hombre del Mar, el “Extranjero”. Protis, el capitán de los focenses, se convirtió entonces en el esposo de Gyptis y recibió, como dote por parte del rey Nann, la cala de Lacydon para fundar una nueva ciudad griega.
Fue así como, en la orilla norte de la cala de Lacydon, se fundó la ciudad de Μασσαλία (Massalía). De esta manera, el matrimonio entre un joven aventurero griego de Anatolia y una hermosa princesa celta dio origen a la ciudad de Marsella, tal y como cuentan los relatos de Aristóteles[1] y Marco Juniano Justino[2].
Aunque la autenticidad histórica y las condiciones exactas de la fundación de la ciudad no están claras, nos quedaremos con la importancia de este mito en la construcción de la identidad y la cultura popular marsellesa. Así, en la mente de todos los marselleses, el mito fundacional de la ciudad es una historia de mezcla y mestizaje cultural.
La lengua marsellesa es una suntuosa mezcla de los idiomas del interior, el francés y el provenzal, y los venidos del mar como el italiano, el español y el árabe.
Aunque los vestigios materiales de esta época son desgraciadamente escasos, no se puede decir lo mismo del patrimonio cultural intangible, ya que las mentalidades han sido moldeadas por esta singular herencia en la que el mar ocupa un lugar central en el corazón de todos los habitantes como símbolo de riqueza, libertad y hospitalidad.
Marsella, una ciudad que mira al mar y no a la tierra
La ciudad de Marsella se ha convertido, desde hace más de 2.600 años, en una ciudad refugio, una ciudad mundial, para todos los pueblos de la tierra. En otras palabras, los marselleses siempre han considerado que es una ciudad que nunca ha sido de nadie y siempre ha sido de todos.
El imaginario colectivo de Marsella se ha construido sobre esta identidad de ciudad rebelde, singular y orgullosa de sus atributos y de su particular lengua, que es nada menos que una suntuosa mezcla de los idiomas del interior, el francés y el provenzal, y los venidos del mar como el italiano, el español y el árabe.
Francia puso en marcha un sistema organizado de inmigración voluntaria entre los años 50 y 70, y decenas de miles de personas procedentes del Magreb, así como franceses nacidos en Argelia, Túnez y Marruecos, desembarcaron en el nuevo puerto y se instalaron en la ciudad.
Su historia y su patrimonio explican en gran medida las numerosas especificidades de la ciudad, que siempre ha mostrado una cierta oposición al poder central parisino, prefiriendo abrirse al mundo mediterráneo y al extranjero.
Este asentamiento y su apertura al mar como puerto comercial permitieron, entre otras cosas, la introducción y el desarrollo del cultivo de la vid y el olivo, convirtiéndose en un importante lugar de intercambio e influencia entre el Mediterráneo y las distintas civilizaciones.
Las investigaciones han demostrado que en la Edad Media había presencia arabo-musulmana en la ciudad. Por ejemplo, en el barrio de los alfareros se descubrió recientemente un horno de tecnología islámica que data del siglo XII.[3] Cabe imaginar que se utilizó para producir cerámica de estilo islámico. Esta transferencia de conocimientos plantea muchos interrogantes, pero la presencia de una tumba de carácter islámico y varias inscripciones en árabe en piezas encontradas en la ciudad contribuyen a la hipótesis de la presencia de una comunidad musulmana en la ciudad en aquella época.[4]
Las investigaciones han demostrado que en la Edad Media había presencia arabo-musulmana en la ciudad. Por ejemplo, en el barrio de los alfareros se descubrió recientemente un horno de tecnología islámica que data del siglo XII.
Si bien esta herencia multicultural no se aprecia a simple vista en la arquitectura de la ciudad, su carácter intangible sí que se percibe claramente. Paseando por el Puerto Viejo -el corazón de la ciudad-, el Cours Belsunce o el Quartier de la Plaine se puede apreciar la diversidad de olores, productos, acentos y lenguas de una ciudad que, como la Torre de Babel, es una representación de la historia de la diversidad de lenguas y pueblos, es decir, una especie de crisol de la humanidad.
Estas mil y una identidades de Marsella son el resultado de la migración, que siempre ha desempeñado un papel importante y esencial en el desarrollo de la ciudad. De este modo, ser marsellés es, en cierto modo, haber sido acogido, lo que da lugar a un sentimiento de pertenencia global, sin fronteras, y que en muchos casos permite desarrollar una cierta sensibilidad y empatía hacia las desgracias de los demás. El hecho de que SOS MEDITERRANEE haya elegido la ciudad de Marsella como sede puede ser uno de los muchos símbolos de ello, ya que se esfuerzan diariamente por encontrar destinos para acoger a personas que arriesgan sus vidas cruzando el mar en busca de un futuro mejor.
Marsella, una ciudad donde las personas siempre han sido acogidas…
Si bien Marsella tiene una historia de acogida y hospitalidad especialmente importante que debería servir de modelo, los orígenes de la ciudad no tendrían que ser olvidados por sus responsables políticos, ya que desgraciadamente los olvidan cada vez más.
En el siglo XX numerosas personas que huían de la guerra, la represión y/o la miseria pudieron encontrar refugio en la ciudad. Italianos que huyeron del fascismo de Mussolini; rusos, del estalinismo; armenios, de las masacres que se produjeron durante la Primera Guerra Mundial en el Imperio Otomano…
El periodista Albert Londres, uno de los pioneros del periodismo de investigación, describió así a la Marsella de los años 30:
«No conozco el escudo de Marsella, pero sé en qué debe consistir, en una puerta. […] una puerta monumental a través de la cual los cien rostros del vasto mundo fluirían…”[5]
Después de la Segunda Guerra Mundial, al igual que Protis, miles de personas cruzaron el Mediterráneo para ir a Marsella y aprovechar las oportunidades de empleo de la época. De hecho, Francia puso en marcha un sistema organizado de inmigración voluntaria entre los años 50 y 70, y decenas de miles de personas procedentes del Magreb, así como franceses nacidos en Argelia, Túnez y Marruecos, desembarcaron en el nuevo puerto y se instalaron en la ciudad.
…y donde siempre han florecido sus productos y culturas
Puerta de entrada de personas, como acabamos de ver, también ha sido la puerta de entrada de muchos productos que cambiaron la cultura culinaria francesa. Desde las berenjenas, los tomates y los calabacines hasta las naranjas, los plátanos y, por supuesto, los dátiles, muchos productos fueron introducidos en la gastronomía local a partir del puerto de Marsella.
Preservar la cultura y las identidades propias, pero también compartirlas y enriquecerlas con los demás, son fenómenos que hacen que la interculturalidad sea socialmente importante para evitar la exclusión social. Marsella puede considerarse un ejemplo en este sentido, y las prácticas culinarias, que por supuesto forman parte de este patrimonio cultural, ilustran maravillosamente esta interculturalidad marsellesa. De esta mezcla de culturas nace una extensa variedad de platos marselleses: el mafé, los diferentes cuscús, el tayín, o la mítica bullabesa, entre otros.
Sólo hay que pasear por la ciudad y atravesar el barrio de Noailles y su famoso mercado “des capucins” para darse cuenta de esta increíble diversidad culinaria. En las entrañas de la ciudad no hay nada que uno no pueda encontrar, y el idioma del visitante o del recién llegado nunca ha sido una barrera para ir de compras. Si una persona presta atención, podrá escuchar a personas que hablan en francés, árabe, italiano, inglés o wolof o shikomori….
Se pueden encontrar también diferentes restaurantes o productores que sirven una tchicha o una chorba, o unas crepes de Argelia como las mahyuba, así como tiendas italianas o sicilianas que venden deliciosa ricotta, y si a uno le apetece algo más dulce, las calles están salpicadas de pequeñas tiendas con especialidades marsellesas como navettes o calissons, además de halva o cuernos de gacela, que adornan los escaparates de muchas panaderías.
A la sombra del sol y su riqueza, la pobreza y sus lacras
Aunque el sol ilumina la ciudad de Marsella más de 300 días al año y la espléndida basílica romano-bizantina de Notre-Dame de la Garde reparte la «baraka» a todos sus habitantes, desafortunadamente, la ciudad alberga a su vez una cara oculta, la pobreza: el barrio de Belle de Mai es el más pobre de Europa.
En este sentido, existe una verdadera frontera invisible entre un Norte obrero y un Sur de carácter burgués, comercial y liberal. Una frontera trazada por la historia, pero sobre todo por las políticas urbanísticas de posguerra que agruparon en enormes bloques de pisos a toda la población, en mayoría extranjera, que venía a trabajar a las grandes fábricas de la cuenca de Marsella.
Como se ha mencionado anteriormente, durante la recuperación económica después de 1945 y tras las guerras de liberación, se produjeron muchos movimientos de población, especialmente entre Argelia y Francia. En 1962, por ejemplo, casi 800.000 personas llegaron a Marsella en las semanas posteriores a la independencia de Argelia. Al principio alojados en refugios improvisados y barrios de chabolas, estos recién llegados pronto fueron alojados en nuevos barrios que se conocería como los «Quartiers Nord (distritos del Norte)».
El pleno empleo de la época permitía un burbujeo cultural mientras estos barrios eran el caldo de cultivo de la juventud marsellesa y de su futuro. Sin embargo, pronto se convirtieron en las primeras, y principales, víctimas de la crisis económica de los años 70 y 80.
Este contexto ha provocado, desgraciadamente, un aumento de la delincuencia en estos barrios debido a un verdadero abandono de los poderes públicos. Esta situación ha conducido a una postura de repliegue, favorecida por el anclaje de los discursos en la esfera pública y mediática que desestiman y descartan todas las razones sociales de los problemas existentes en estos barrios en favor de argumentos simplistas, racistas, islamófobos y culturalistas. Así, en la prensa se habla de no integración en lugar de la explosión del paro, de las desigualdades, de la reproducción social, de la discriminación…Cabe recordar que los problemas sociales no son problemas ligados a la diversidad, al contrario, no hay relación causal.
La resistencia cultural de Marsella
El aumento del racismo, sin embargo, también ha propiciado en el imaginario colectivo el resurgimiento de la historia cosmopolita y hospitalaria de los marselleses. Nada lo refleja mejor que la cultura urbana y, especialmente el rap marsellés, que han contribuido a devolver a Marsella al centro de la actualidad y han proporcionado un micrófono a aquellos que antes no tenían voz, permitiéndoles mostrar su realidad e interpelar a las autoridades. Y quién mejor que los propios raperos, estos poetas modernos, para describir esta ciudad y su belleza:
“Cuando miramos un mosaico, lo miramos de cerca […], sólo vemos baldosas de piedra de diferentes colores; retrocedemos, damos unos veinte pasos hacia atrás y se nos revela lo que el mosaico representa. Para mí, eso es Marsella; si se mira demasiado de cerca, sólo se ven baldosas separadas de diferentes colores; cuando se da un paso atrás, se ve el conjunto y el conjunto es magnífico.” Akhenaton, cantante del grupo marsellés IAM
En resumen, la belleza de Marsella no está en la integración de las poblaciones, tan apreciada por el defensor de la asimilación universal, sino en el hecho de que todos se unen, aprenden unos de otros, haciendo que la palabra «extranjero» sea una palabra extraña en Marsella.
La ciudad focense, que en 2013 inauguró el Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo (MUCEM), por fin ha tomado conciencia de este importante patrimonio e historia de valor incalculable, ofreciéndole un espacio propio con el objetivo de crear así un puente entre las civilizaciones hacia la paz.
Referencias
[1] Aristote « La Constitution de Marseille », dans Athénée, Deipnosophistes (livre XIII, fragment 576a)
[2] Justin, Abrégé des histoires philippiques, « La Fondation de Marseille », XLIII, 3
[3] Marc Terrisse, « La présence arabo-musulmane en Languedoc et en Provence à l’époque médiévale », Hommes & migrations, 1306 | 2014, 126-128.
[4] Ibid.
[5] Marseille, porte du sud, 1927, coll. « Motifs », Le serpent à plumes, 1999.