El viajero tangerino del siglo XIV describe en su Rihla, o relato de viajes, un espléndido cuadro del mundo islámico medieval.
“Te preguntan cómo deben gastar sus bienes. Di: ‘El bien que gastéis (en limosnas) es para vuestros padres, los parientes, los huérfanos, los necesitados y el viajero” (Corán, II, 215).
Desde los primeros tiempos del surgimiento del Islam en el siglo VII, los viajeros fueron respetados y sostenidos por mecenas y por el resto de la población, en una incipiente civilización que ansiaba el conocimiento. El viaje era la forma más eficaz de ir en su encuentro. La legendaria hospitalidad del mundo islámico tiene, pues, su origen en la Edad Media y es casi una institución islámica. Una conocida tradición del profeta Mohamed obliga a acoger al viajero durante tres días y tres noches consecutivas. A lo largo de todo su relato, el viajero tangerino medieval Ibn Battuta, transmite la generosidad desbordante que halló en casi todos los lugares por los que anduvo.
Hacia el siglo IX surgió un género literario dedicado al estudio de la geografía descriptiva y el conocimiento de los territorios que pertenecían al imperio islámico, que se extendía desde China hasta al-Ándalus. A partir del siglo X nacen las primeras obras de viajeros que describen con suma minucia los itinerarios y estados que recorren. Con el tiempo, estos trabajos de campo se perfeccionan, dando lugar a complejos tratados de cosmografía, diccionarios geográficos y rihlas, un género puramente viajero cuyo máximo exponente es Ibn Battuta.
Nacido en Tánger en 1304, poco se sabe de este ilustre alfaquí versado en teología, aparte de que realizó un viaje que concluyó al cabo de 24 años, y cuyo objetivo primero era cumplir con la peregrinación a La Meca. Más allá de este noble propósito, la realidad más prosaica era que a Ibn Battuta le había encargado el sultán meriní de Marruecos Abu Inan, recoger todo tipo de informaciones culturales, geográficas y políticas que pudieran resultarle útiles. Así, los viajeros de entonces, a menudo hacían las veces de peregrinos, cronistas, etnólogos y espías. Las peripecias de Ibn Battuta, contadas en tono ameno y sencillo –salvo en algunos pasajes salpicados de fiorituras literarias muy del gusto de la época– fueron redactadas por el granadino Ibn Yuzzay en una extensa obra: la «Rihla». Una práctica común entre los viajeros medievales, de la que tampoco escapó Marco Polo, quien dictó sus experiencias al pisano Rustichello.
Tono sereno
La obra, traducida al castellano por los arabistas Serafín Fanjul y Federico Arbós y titulada por ellos «A Través del Islam» (Alianza Editorial) , muestra un tono desapasionado y sereno, exento de opiniones personales, que no escatima en la descripción de detalles. El largo recorrido de Ibn Battuta comprende los actuales Marruecos, Argelia, Túnez, Egipto, Palestina, Siria, Arabia Saudí, Yemen, Omán, Turquía, el sur de Rusia, Afganistán, Pakistán, India, Indonesia, al-Ándalus y Malí. Todo un mosaico de países pertenecientes al floreciente imperio musulmán. Un larguísimo itinerario interrumpido por varias peregrinaciones a La Meca, diez años de estancia en la India y uno y medio en las islas Maldivas, en las que nuestro viajero se prendó del clima y de la sensualidad de las mujeres (se casó con cuatro de ellas).
Su minucioso retrato pone de relieve las enormes diferencias culturales del mundo islámico, ya por entonces, y su gran riqueza. Mientras que los turcos bebían vino de mijo porque pertenecían a la escuela teológica hanafí –la más permisiva de todas–, las musulmanas maldiveñas vestían sólo de cintura para abajo, según tradiciones preislámicas. Éstas y otras prácticas como la hechicería de Malí o las costumbres crematorias de los hindúes (Ibn Battuta describe una escalofriante escena de una mujer que se arroja viva en la pira de su esposo fallecido) no parecen escandalizar demasiado al versado trotamundos de formación ortodoxa.
Su relato es un referente clásico en la investigación de la historia de la civilización islámica. En él se describe el desmembramiento de al-Ándalus en manos de las tropas castellanas, las sanguinarias campañas mogolas de Gengis Jan por Irak o Afganistán, o el próspero reinado de la sultana Jadiya en las islas Maldivas. También, supone una fuente inagotable de datos etnológicos con numerosas alusiones a la agricultura, la música, y otros aspectos como las liberales costumbres e indumentarias de las jatuns, o concubinas en la Turquía otomana. Ibn Battuta se prodiga en detalles comerciales y culinarios; así, cuando habla de Dimyat (Damieta), en Egipto, afirma: “Hay numerosas aves marinas, de carne muy grasienta. También se da la leche de búfalo, sin parangón en dulzura y buen sabor. Y el mújol, pescado que es transportado desde aquí a Siria, Anatolia y El Cairo”. En otro pasaje alaba los dátiles, uvas, higos y melocotones y melones que probó en Meca.
Arrebatos poéticos
Los arrebatos poéticos de los autores de la época, recogidos casi todos por Ibn Yuzzay, aderezan el texto de vez en cuando. Hablando de Damasco, al-Kalbi decía:
“Damasco es el lunar en la mejilla del mundo / como Yilliq sería su pupila lozana. / Su arrayán te será un paraíso inacabable / y su anémona un infierno que no quema”.
Sin embargo, no hay que olvidar que el principal objetivo de los viajeros musulmanes medievales era cumplir con las peregrinaciones religiosas y acrecentar su conocimiento teológico. Gran parte de los escritos del tangerino describen las mezquitas, madrazas o escuelas teológicas, y las zawiyas (escuelas místicas) que encuentra a lo largo del camino. Con ocasión de su estancia en Medina, Arabia, explica cómo se construyó la mezquita original del Profeta quien, ante las propuestas de sus compañeros para reparar el techo de adobe destruido por las lluvias, contestó: “ De ningún modo, me basta con una choza como la de Moisés, un sombrajo como el suyo (…)». Cuando se erguía, se golpeaba con la cabeza en el techo.
Al hablar de Yemen, por ejemplo, el autor hace una interesante descripción de los ritos seguidos por las principales escuelas teológicas musulmanas –shafií, hanbalí, maliquí y hanafí–, manifestando las diferencias y una apertura de espíritu que permite la convivencia mutua. Muy atractivas para el lector de entonces (y aun para el actual) resultaban las frecuentes anécdotas maravillosas (de tinte mágico), impregnadas de sabiduría y esoterismo sufí. En Damieta, por ejemplo, había un santo que, abrumado ante las maniobras de una mujer que intentaba seducirlo, se rasuró cabeza, barba y cejas para desanimarla y mermar su belleza. En Yedda –Arabia Saudí–, un jeque misterioso instó a nuestro viajero a recuperar un anillo que había regalado a un pobre –hecho que nadie más que él conocía–, ya que contenía “unos nombres que encierran un gran secreto”.
Y así, entre recibimientos protocolarios de sultanes (no hay que olvidar que era un emisario del rey de Marruecos) y estancias en posadas humildes para trotamundos, Ibn Battuta vio circular ante sus ojos un mundo fascinante que no ha de volver, pero aún es posible revivir entre páginas llenas de magia y asombro.
Publicado en El Viajero (EL PAÍS), el 28 de marzo de 1999