Hoy se habla con frecuencia de la confrontación multicultural como uno de los principales escollos de nuestras sociedades. Buscar soluciones a este problema exige un ejercicio de reflexión y de madurez intelectual. Analizar en profundidad sus causas, pasa por una necesaria revisión de los hechos que, en la dinámica de la historia, se han ido asentando de forma casi imperceptible en nuestro subconsciente colectivo, conformando la imagen estereotipada que a menudo tenemos del “otro”.
En este periplo a través de los siglos, el historiador se habrá empeñado en hallar culpables en uno y otro bando, independientemente de que sea islámico, cristiano, judío, budista o hinduista, según la orilla desde la que se contemple el problema. Es curioso constatar cómo los diferentes cronistas que se han encargado de transmitir la historia, relatan los mismos hechos de forma radicalmente distinta, desde una visión tan subjetiva, que en ocasiones hace irreconocible la causa del suceso que originó un conflicto determinado.
La actual situación de falta de entendimiento intercultural es fruto de una serie de acontecimientos históricos concatenados y del cultivo sistemático –a veces de forma inconsciente, y otras claramente programada- del rechazo mutuo, en aras a unos intereses políticos más o menos indescifrables. Los poderes fácticos han sabido utilizar el arte de la manipulación de las poblaciones, empleando cuantos medios se hallaran a su alcance para lograr sus fines.
Año para el Diálogo entre Civilizaciones
El 2001 ha sido declarado por las Naciones Unidas como Año para el Diálogo entre Civilizaciones. En este contexto se celebrará el 31 de agosto en Durban (Surafrica) la Conferencia Mundial contra el Racismo. Por primera vez se contemplará la islamofobia como uno de los mayores problemas de intolerancia religiosa.
No cabe duda de que las actuaciones totalitarias que, en nombre del Islam, vienen realizando algunas minorías del mundo islámico, sirven para abonar el rechazo y la incomprensión. Los talibanes, por ejemplo, al pretender justificar sus actos en nombre de los principios islámicos, no hacen sino negar toda la grandeza del mensaje original del Islam, cuya finalidad era precisamente liberar a hombres y mujeres de la esclavitud y el despotismo; ofrecer un modelo social igualitario, en el que una persona dejaba de ser considerada musulmana, por el simple hecho de permitir que un solo integrante de su comunidad pasase hambre.
En el siglo VII, el Islam, no sólo le concedía a la mujer la misma categoría espiritual que el varón, sino el derecho al divorcio, a la herencia y a la libre disposición de sus bienes. Derechos que hoy nos parecen evidentes, pero que se obtuvieron en Europa hace relativamente poco, y que en la alta Edad Media, en que fueron otorgados, resultaban revolucionarios.
Con frecuencia se afirma que sólo lo negativo genera noticia, y, por desgracia, el mundo islámico es noticia con demasiada frecuencia. La inmediatez de la información, y la falta de tiempo y de espacio editorial para un análisis más profundo de los acontecimientos, contribuyen a distorsionar aún más esta imagen, en la que a menudo se asocia la palabra islámico con terrorismo y pobreza. Pocos son además los intelectuales, orientales y occidentales, que se toman la molestia de sopesar la situación de forma serena y valiente.
A este rechazo hacia lo islámico –o islamofobia- al que asistimos en la actualidad, contribuye también la ceguera de los países occidentales que, desde su supuesta supremacía cultural, no se han tomado la molestia de comprobar la ilegitimidad de tales acciones, ni de admitir que el Islam ofrece posibilidades de adecuarse a los principios de la declaración de los derechos humanos, y los principios democráticos. Ello les convierte en cómplices de los intransigentes, y demuestra que la falta de entendimiento tiene un origen mutuo, por una ausencia clara de voluntades.
No existe ningún credo intrínsecamente negativo como se nos pretende hacer ver con el Islam. Pero todo modelo de vida o religión lleva consigo una carga de verdad que a menudo incomoda desde el punto de vista individual y colectivo. Por ello, siempre se encuentra la fórmula adecuada para desvirtuarla.
Objetivos claros
Cuando los objetivos están claros para todos, las soluciones se hallan al alcance de la mano. Algunos de los grandes logros científicos de nuestra era, como los descubrimientos espaciales, no hubieran sido posibles sin la colaboración de especialistas procedentes de distintas culturas y convicciones, que anteponían sus intereses a sus diferencias, e incluso a conflictos de signo político.
Una de las causas por las que la civilización islámica alcanzó cotas de saber insospechadas durante la Edad Media, fue, precisamente, por su falta de prejuicios a la hora de integrar elementos de otras culturas e involucrar a personas de distinta creencia. Así, emires y califas no tuvieron ningún inconveniente en rodearse de brillantes financieros y médicos judíos y cristianos.
Hoy en día observamos cómo, mientras las internacionales del poder no encuentran dificultades para consensuar sus decisiones cuando sus prioridades son las mismas, como sucede con la carrera armamentística o con el comercio del petróleo, las poblaciones, ajenas a las grandes maniobras internacionales, se debaten en un ambiente de desprecio social que afecta a su convivencia con los que consideran diferentes. Son presa fácil de la manipulación y la desinformación.
Por eso, se hace urgente actuar. Y se actúa con eficacia solamente cuando se tienen claros los objetivos. Frente a las teorías que, desde Samuel Huntington a Santori abundan en el choque entre civilizaciones, negando toda posibilidad de entendimiento, somos muchos los que pensamos que existen soluciones. Las barreras se rompen cuando hay voluntad de romperlas. Sólo el ser humano es el culpable de haberlas levantado y, por tanto, en sus manos está el derribarlas. Trabajar en este sentido es una obligación moral que todos tenemos. Y esto es válido desde un enfoque religioso, ético o social.
La clave está ante todo en la educación. Es preciso que enseñemos a las generaciones futuras no solamente a valorar otras formas de vida, sino a considerar el entendimiento entre personas como un objetivo en sí, como algo consustancial con la naturaleza humana. Sin embargo, educar exige un esfuerzo personal, y una honestidad intelectual que pocas personas poseen. Liberarse de los condicionamientos culturales de los prejuicios heredados, no resulta fácil.
¿Qué nos puede aportar como seres humanos un enfrentamiento entre civilizaciones? Nada bueno, desde luego. Nada que ayude a evitar las guerras, frenar el odio y disminuir la inmigración masiva. Por ello, hallar soluciones deja de ser mera filantropía, para convertirse en una necesidad cada vez más apremiante como los hechos se encargan de demostrarnos cada día.
Escrito con ocasión de la declaración del 2001 por las Naciones Unidas como Año para el Diálogo entre Civilizaciones.