Ponencia pronunciada en el acto «Hacia un nuevo milenio de paz y solidaridad», Organizado por el Foro Complutense, en Febrero de 2000, en Madrid.
Excelentísimas Personalidades, Señoras y Señores:
En primer lugar quiero agradecer a la Fundación General de la Universidad Complutense de Madrid y al Instituto de Psicología Transcultural, su invitación para participar en la feliz iniciativa de esta convocatoria, celebrada en este importante Foro Complutense, en cooperación con el programa de la UNESCO «Manifiesto 2000 para una Cultura de paz y no violencia».
Iniciativa que supone abrir una nueva y esperanzadora puerta: la del análisis psicológico y sociológico, para llegar a la comprensión y al intento de hacer realidad ese concepto, a veces tan esquivo, que llamamos Paz.
La paz no puede improvisarse, ni siquiera imponerse por encima de otras realidades como son las graves discrepancias sociales y políticas, los frecuentes brotes de xenofobia y los recientes odios étnicos, que limitan y condicionan ese concepto de Paz, hasta anularlo. La paz debe cultivarse como una frágil planta que necesita un contexto duradero y una vía de continuidad, y esa vía puede y debe ser la Cultura.
Porque la cultura es en definitiva el cultivo de las facultades humanas mediante un acto de transformación: el que supone pasar del estado de ignorancia al de conocimiento de algo; y esa función determinante, especialmente de la Cultura de Paz, es responsabilidad especial de los intelectuales, profesionales de la docencia y, en general, de cuantos enseñan el comportamiento del ser humano consigo mismo y con los demás, en el campo de la psicología y la sociología.
La paz no puede improvisarse, ni siquiera imponerse por encima de otras realidades como son las graves discrepancias sociales y políticas, los frecuentes brotes de xenofobia y los recientes odios étnicos, que limitan y condicionan ese concepto de Paz, hasta anularlo.
Por ello, es responsabilidad especial de todos cuantos están mejor informados, que transmitan su conocimiento como requisito para alcanzar la necesaria comprensión y solidaridad entre los hombres de los distintos pueblos.
Pero no basta sólo con abrir un cauce de formación e información, es decir, no basta con una aculturación de la ignorancia, es necesario que el receptor de ese conocimiento intervenga de forma activa. Hace falta un diálogo, ya que dialogar (según las palabras griegas de las que procede) es expresar «a través de la palabra», opiniones distintas y aparentemente irreconciliables, para alcanzar el entendimiento mutuo entre los dialogantes.
Comprensión entre los oponentes
La Cultura de Paz, lleva implícita en sí misma una cultura de diálogo, ya que nunca podrá conseguirse la paz, si previamente no se ha logrado una comprensión entre los oponentes. En esa cultura de diálogo estamos comprometidos en la Fundación de Cultura Islámica que presido.
La civilización islámica se encuadra entre las grandes civilizaciones del «logos», de la Palabra, articulada en un lenguaje permanentemente universal: abierta a todos sin exclusión y, lo que es más importante, sin imposición.
Universalidad patente ya que, en sus bases esenciales, la civilización islámica niega la existencia de cualquier privilegio de nación, de pueblo, de raza o de clase, pues, como declara el Profeta del Islam:
«El árabe no es superior al extranjero, ni el extranjero al árabe, ni el blanco al negro o viceversa, sino que es superior únicamente aquel que practica una mayor piedad».
Quizá esos principios islámicos tan sorprendentes, pronunciados en una época en la que la esclavitud era una importante moneda de cambio, fueron los que impulsaron su rápida expansión geográfica.
Y en esa línea hacia adelante de la civilización islámica hay que señalar una característica particular sobre la que debemos reflexionar: su capacidad de equilibrar elementos y también aportaciones de otras culturas, sin prejuicios, llegando incluso a superar y a enriquecer aun más el modelo original. Esta característica, reconocida por todos, es intrínseca a la civilización islámica.
Expansión del Islam
De esta forma, como es sabido, se incorporaron y trasvasaron los conocimientos orientales de la antigüedad clásica, como la filosofía, la astronomía, matemática o medicina… hacia el Occidente europeo, utilizando como único vehículo posible la expansión civilizadora del Islam hacia el poniente mediterráneo. Así, los receptores de esas ciencias, entre ellos los habitantes de la Península Ibérica, resultaron aun más enriquecidos al recibir, además, las aportaciones y descubrimientos personales transmitidas por los sabios musulmanes. Y ello, en una época, la Alta Edad Media, en la que el Oriente y Occidente del ámbito romano, habían roto sus ancestrales vínculos geográficos e incluso históricos, a causa del desgarro político y cultural europeo, producido por las invasiones de los pueblos llamados bárbaros, procedentes del centro y el este de Europa.
Quizá no se ha analizado con toda la profundidad necesaria, qué hubiera sucedido en Occidente durante los siglos VIII, IX y X, y aun después, si no hubiera contado con ese intenso flujo cultural, venido de Oriente y acunado en las riberas mediterráneas, de la mano de la civilización islámica.
¿Hubiera sido posible sin esa importante base científico-cultural previa, la posterior aparición del Renacimiento en toda su plenitud, materializando la consolidación y culminación de unas etapas de conocimiento anteriores muy cercanas en el tiempo? Tal vez no.
Quizá todo ello pudo lograrse gracias a esa característica de cultura del diálogo, que, desde los primeros tiempos, demostró ser la civilización islámica.
Hay una frase, muy conocida, atribuida por la tradición al Profeta Muhammad: «Busca el saber desde la cuna hasta la sepultura», que atestigua el carácter dialogante del saber islámico, ya que propicia el enriquecimiento con otros saberes, demostrando así su carácter tolerante y no excluyente.
El diálogo vino de la mano de ese ansia de saber que caracterizó a los intelectuales musulmanes en los primeros siglos del Islam, a través de las traducciones del griego, del latín, el copto, el persa y otras lenguas, realizadas en Bagdad durante el siglo IX, en la mítica Casa de la Sabiduría.
Esta recepción supuso el conocimiento profundo de otras culturas (como la egipcia, persa, griega y romano-bizantina, entre otras), y la aceptación de sus planteamientos científicos, como punto de partida de un posterior debate intelectual que amplió y enriqueció el horizonte cultural del Medievo.
En esa actitud abierta se ponía en acción el concepto de universalidad para el musulmán. Más allá de una etnia, un pueblo o un espacio geográfico, nada hay de foráneo en la cultura islámica, porque todo tiene un mismo origen: la Creación. Estos principios básicos de la civilización islámica no han perecido, sino que, como todo factor constituyente, están implícitos en su propia naturaleza. Sin embargo el devenir histórico los ha olvidado o ignorado, no solo en Occidente sino también en Oriente.
Las vicisitudes históricas del mundo islámico, desde Persia y Arabia hasta el Magreb y al-Andalus, y desde la China e India hasta Indonesia, después de atravesar su más brillante etapa, donde desempeñó la importante función de agente integrador en la evolución de los hechos históricos entre Oriente y Occidente, hicieron que cayera en un letargo de marginalidad y de inestabilidad política, que fue el germen de su progresiva desunión.
De aquella plenitud de pensamiento científico-filosófico y universal solo quedó una letra vacía y sin espíritu, con el lastre de una tradición mal entendida y, en muchas ocasiones, fanatizada, cuyo resultado actual hoy todos lamentamos.
El territorio colonizado
El colonialismo no supuso para el mundo islámico otra cosa que el trasplante forzado de la cultura occidental, pero con una importante carga imperialista. En él, predominaron los intereses de la potencia colonizadora, en base a la situación estratégica del territorio colonizado, sus fuentes de energía petrolífera, o sus recursos acuíferos. Para nada contaba la herencia socio-histórica e ideológica consolidada secularmente, ni la población, en su mayoría joven, que necesitaba ser motivada para no convertirse en caldo de cultivo de una futura marginalidad.
Se copiaron las pautas culturales de la metrópoli europea colonizadora, olvidándose, unos y otros, que tras aquella sociedad deprimida, estaba latente una cultura de grandes valores y experiencia histórica, que era un error no tener en cuenta.
El mundo arabo islámico, sufrió a su vez una serie de procesos de desintegración política, debido entre otras causas a sus divisiones internas, a las consecuencias de la colonización occidental y a su configuración como estados políticos independientes, surgidos –algunos con cierto carácter geográfico de reparto y no de realidades históricas– del oportunismo económico-político, tanto de las metrópolis colonizadoras, como de los clanes autóctonos dominantes, y que han hecho primar, a la larga, los intereses de clan o de facción nacionalista sobre un concepto de «ecumene», o sociedad universal.
Con ello se han perdido sus orígenes, su cohesión en la historia y, en gran parte, sus señas de identidad –que no hay que confundir con fundamentalismo alguno–, con las que pudo desarrollar una civilización colosal.
Desgraciadamente, la imagen más común del Islam o de la civilización islámica que hoy tiene Occidente, es la representada por el integrismo fanático y suicida, surgido con carácter residual de esos intereses políticos y de facción nacionalistas, en una serie de países islámicos. O bien, la representada por las olas de inmigrantes, «los sin papeles», con toda la carga peyorativa posible, que buscan fuera de sus países ese paraíso perdido que nunca podrán alcanzar en sus lugares de origen, importando su pobreza e inadaptación. O aun, la imagen que, fijándose únicamente en algunas teocracias actuales, representa una visión fanatizada e inquisitorial de la religión islámica, como el origen culpable de todos los demás males.
Quizás, entre unos y otros, se ha contribuido plenamente a alimentar cada vez más esta imagen distorsionada del Islam. Y ello, en una época en la que la sociedad moderna, como decía Don Julio Caro Baroja, que fue nuestro inolvidable Presidente de Honor, «cierra las puertas principales a la religión, para abrir las puertas traseras a la superstición y al curanderismo».
Las causas ya expuestas anteriormente, y los recientes y dramáticos episodios en Afganistán, Argelia, Palestina/Israel, Bosnia, Kosovo o Indonesia…, son producto de intereses políticos y económicos muy concretos (apoyados generalmente por algunas grandes potencias) y no de guerras de religión, como hoy gusta llamarlas, desenterrando el viejo lenguaje de cruzadas.
Por otra parte, en nuestra sociedad occidental se ofrecen constantemente en publicaciones diversas y en muchos medios de comunicación, estereotipos hostiles a la civilización islámica, basados en una falta absoluta de información contrastada y, por lo tanto, carentes en la mayor parte de las ocasiones de veracidad y credulidad. El epíteto «islámico o islamista» cubre cualquier forma de terrorismo fanático, sin matización alguna.
Conatos xenófobos
Los prejuicios históricos, no desaparecidos aún frente al mundo islámico, e incluso mantenidos hasta hace poco en algunos textos escolares, afloran de vez en cuando en conatos xenófobos, como sucedió recientemente en el Sur de España, con reacciones virulentas contra todos los integrantes de una comunidad por el hecho de serlo, y no solamente frente al que cometió el delito. Sucesos que nos traen a la memoria aquellos tristemente célebres pogromos medievales.
Estas imágenes distorsionadas a causa de la grave irresponsabilidad de unos, y de los prejuicios de otros, transmitidas una y otra vez a través de los medios de comunicación, están abonando, al menos emocionalmente, una cultura de la violencia, frente a lo que es distinto a nosotros. Tienen como única referencia verdadera «lo nuestro», y demonizan lo que es diferente y ajeno.
Por otra parte, en nuestra sociedad occidental se ofrecen constantemente en publicaciones diversas y en muchos medios de comunicación, estereotipos hostiles a la civilización islámica, basados en una falta absoluta de información contrastada y, por lo tanto, carentes en la mayor parte de las ocasiones de veracidad y credulidad
Para frenar, entre otras, esas tendencias etnocéntricas desde sus orígenes más ocultos en la naturaleza de ser humano, se crean afortunadamente estos foros. No todo es pesimismo. En la filosofía islámica pura hay respuestas personales para cada persona, y la labor de educadores y psicólogos es esencial y valiosa.
Como conclusión a esta ponencia, permítanme una pequeña reflexión:
Si la democracia significó en sus orígenes griegos el gobierno del pueblo, pero solamente de aquellos considerados ciudadanos de Atenas, frente al gobierno aristocrático, posteriormente supuso el acceso de todos a la elección de sus gobernadores, mediante el voto que igualaba a todos los individuos. Con ello se consolidaría uno de los logros más importantes de la historia. En ese sentido, el hombre debe tratar de alcanzar ese mismo espíritu democrático de igualdad con sus semejantes, por muy diversas que sean sus culturas, ya que éstas no son más que los cauces de la expresión múltiple de un solo concepto: la Humanidad. Para el pensamiento islámico, la Humanidad entera constituye una familia cuya carga lleva Dios, según afirmaba el Profeta del Islam.
Es decir, somos una sola comunidad humana con las mismas necesidades y anhelos esenciales. No estamos ante un problema de latitudes (Oriente u Occidente) ni de razas, ideologías o creencias, sino ante un problema de solidaridad.
Y con ese denominador común, que indudablemente los aproxima, todos los pueblos, desde las perspectivas no solo estrictamente culturales, sino políticas, filosóficas y sociales, deben cultivar las facultades humanas, para ayudar a que cada persona alcance su paz interior, y con ello conseguir la Paz con mayúsculas.
Estamos convencidos de que hay una única solidaridad para todos y de que el auténtico enemigo a batir en todos los frentes es el más destructor de todos ellos: la ignorancia.