Hay una nota escrita sobre una de las paredes de la mezquita otomana de al-Adlie. Alguien anuncia que se ha encontrado una cartera extraviada, y ofrece su número de teléfono para devolverla.
En el hotel Pullman, jóvenes vestidas de vaqueros y hiyab, cenan al tiempo que fuman la shisha (narguila) en animada charla. Las terrazas del centro comercial contiguo están atestadas de adolescentes engominados y chicas muy maquilladas que toman refrescos al son de lo último en música árabe y armenia. Beben Miranda, una cola de fabricación local, porque la coca cola está prohibida, como lo ha estado durante años toda clase de fruslerías de importación. Hay que promocionar lo propio, aunque la mano, poco a poco, se va abriendo.
Un grupo vestido de negro se levanta para bendecir los alimentos en un restaurante de un distinguido palacete histórico. Es una familia armenia de luto. Junto a ella, parejas de musulmanes tradicionales siguen comiendo en discreto silencio.
En el recién restaurado hammam otomano de Yalbugha an-nasri, las mujeres se acicalan semi desnudas entre nubes de vapor y ungüentos jabonosos bajo enormes cúpulas cuyos rayos de sol cenital acentúan el dramatismo en claroscuro, como en el más sensual de los cuadros de Ingres.
Son algunas escenas recurrentes de esta ciudad intensa y elegante, algo marginada del poder central, y de vocación esencialmente agrícola y textil, donde los cerca de 3 millones de habitantes y el enloquecido tráfico rodado, que circula a lo cairota-camicace, no provocan sin embargo sensación alguna de agobio ni de inseguridad (¡salvo la vial!). Todo es calma y buenos modos en esta urbe milenaria, tal vez la más antigua habitada del planeta, cuya riqueza histórica atrae a un turismo creciente y a algunas de las más prestigiosas organizaciones internacionales para la preservación del patrimonio. En especial, desde Japón y Alemania, con su Fundación GTZ, que ha restaurado numerosos monumentos. Paradójicamente, debido a los lazos históricos entre ambos países, la presencia española es escasa, exceptuando un proyecto de creación de un jardín de inspiración hispano árabe en el parque público, y la próxima apertura de un Instituto Cervantes.
Una ventana abierta
Por lo demás Alepo, como el resto de Siria, supone la más increíble ventana abierta a la diversidad cultural, en un mundo cada vez más convulso y dividido. Sunníes de diferentes escuelas conviven con shíies que disfrutan de sus propios templos, y con nada menos que once comunidades cristianas, entre las que destacan griegos, ortodoxos, católicos, coptos, armenios e incluso arameos que conservan su lengua y sus ceremonias milenarias. Junto con laicos empedernidos de tradición socialista, se cruzan también islamistas, perseguidos hasta hace poco, y hoy cada vez más tolerados ante la evidente crecida del Islam ortodoxo y tradicional.
Alepo procede del árabe «halab», leche. Según la tradición, fue en su ciudadela donde Abraham descansó durante su viaje a Palestina, ordeñando a sus rebaños, cuya leche repartía entre los necesitados. Se sabe que está habitada desde el segundo milenio a.C. y ya aparecía citada en los archivos Hititas de Anatolia Central, así como en los de Mari (actual Tell Hariri), ciudad situada junto al Éufrates, importante foco de encuentro de las rutas comerciales, habitado sucesivamente por acadios, sumerios e hititas, seguidos, en el 400 a.C., de asirios y persas. En 333, Alepo fue tomada por Alejandro Magno, y ya en época islámica y de cruzadas, Saladino y su saga protagonizaron aquí algunas de sus gestas más audaces.
Tanto peso histórico le presta a la ciudad de los pistachos y el algodón, una venerabilidad y un sosiego, que ni siquiera la época dura socialista, bajo el Baaz, ha sabido difuminar. La medina es un apretado entramado de monumentos islámicos en su mayoría, mientras que los alrededores muestran un asombroso rosario de yacimientos antiguos y clásicos, tan espectaculares como San Simeón, que conserva la columna de piedra sobre la que el estilita cristiano del siglo V pasaba sus días, elevándola cada vez más, para escapar del acoso de los curiosos.
Sin duda lo más elocuente en historias es la Ciudadela. Es uno de los más impresionante recintos fortificados de Oriente, habitado desde la Antigüedad. Preside la ciudad desde un cerro truncado y está rodeado de un foso que el actual alcalde, un hombre abierto a ideas innovadoras, ha prometido colmar de agua y de cocodrilos, como en sus mejores tiempos. Los restos de la ciudadela comprenden un buen puñado de edificios interesantes, como el palacio ayubí del s.XIII, y la mezquita de Abraham, del siglo XII, en la que al parecer reposan los restos de San Juan Bautista, muy venerado también por los musulmanes.
El centro de Alepo está esencialmente formado de barrios residenciales, con viviendas de calidad, como el que rodea el hospital universitario, y del meollo comercial, en torno a la medina, que muestras edificios de época socialista de aspecto severo, bastante deterioradas. La medina, por fin, es un conglomerado de historia tan denso e intacto, que parece sacado de un relato de Ibn Battuta o Richard F. Burton. Toda la ciudad, absolutamente toda, hasta las barriadas populares y periféricas, viste el color de la piedra caliza de que está levantada. Nada de fantasías, colorines ni azulejos al estilo magrebí. Aquí la sobriedad es norma, incluso en la vestimenta. Las mujeres,bellezas de tez pálida y ojos limpios, revisten a menudo un chador negro y un porte digno.
El barrio Jdeida
En Alepo, se concentra una gran población armenia, acogida por el Estado tras en genocidio turco de 1915. Hoy, esta próspera comunidad goza de un barrio propio, el bario Jdeida, levantado en el siglo XV fuera de las murallas para escapar de las invasiones mogolas. El barrio cristiano, como aquí se lo conoce, aglutina los principales hoteles y restaurantes singulares en palacios, como el excelente Sissi (deliciosa, la gastronomía local). En él se encuentra la catedral armenia que se erigió en homenaje a las víctimas, y diversos otros templos destinados a los diferentes cultos, como esa florida capilla maronita de vocación mariana, en plena calle. Cierto es que musulmanes y cristianos trabajan aquí codo con codo, pero la realidad impone un sutil velo de diferencia de clase y cultural, haciendo casi imposible, por ejemplo, los matrimonios mixtos.
En la zona musulmana de la medina, más pobre y menos cuidada, se aglutinan sin embargo los principales monumentos. Uno de los más visitados es la recién restaurada Mezquita Grande, amalgama de épocas y estilos. También revisten gran atractivo la fábrica jabón Al Joubaili, la mezquita Adlie y la del místico de Anatolia, Yalal ad-din Rumi. Llaman la atención los numerosos caravasares, o jans, estructuras de época otomana a modo de fondas, en los que reposaban los mercaderes que acudían con sus caravanas. Los de al-Wazir y al-Jumruk, bellísimo, están dedicados a fines comerciales.
Pero, es tal vez el Bimaristán Arghan, hospital psiquiátrico del siglo XIV, el que mejor demuestra la supremacía cultural siria durante la Edad Media. De época mameluca, está compuesto de varias estancias en torno a patios rodeados de alcobas, que van creciendo en espaciosidad a medida que avanzaban los tratamientos. Cada patio está dotado de una fuente de distinto tamaño y forma, con el fin de que los enfermos no acusaran la monotonía del encierro. Conformes a las teorías de la contra psiquiatría, los tratamientos consistían en la curación mediante el sonido del agua, el tratamiento de la luz y del espacio y, sobre todo, la música. Los patios tenían una tarima, o diwan, desde la una orquesta amenizaba la vida de los pacientes, mientras que un inteligente sistema de refrigeración natural y calefacción aportaban un mayor confort.
Pero para sumergirse en el bullicio cotidiano y cálido de la ciudad, no hay como perderse en el zoco, uno de los mayores y más auténticos del mundo islámico con sus más de 12 kilómetros de dédalo. Y allí, entre olores a cardamomo, jabón de aceite y té, dejarse seducir por los tejidos tradicionales, la taracea y la filigrana más refinados.
Fuente: El Viajero (El País), el 12 de mayo de 2007.
Fotografías: Inés Eléxpuru