Un acercamiento al ambiente festivo de calles y casas. Del Libro Marruecos, tierra del sol poniente. Gentes, tradiciones y creencias. Editorial Alianza.
Los hombres se afanan en los zocos, cotillean y especulan, le echan el ojo a los mejores rebaños, que si los de fulano o perengano. Observan el pelaje, inspeccionan cuernos y molares, y algunos hasta prueban su temple, antes de dar paso al chalaneo típico magrebí.
Si el invierno ha traído abundancia de lluvias, el precio del animal será razonable. Si por el contrario el año ha sido pródigo en sequías, entonces su valor se disparará hasta alcanzar cotas privativas, estableciéndose incluso competencia entre vecinos y amistades, en cuanto a la calidad, precio y tamaño del animal, que bajo ningún concepto podrá ser una hembra.
Son las vísperas del Aïd-el-kebir (la gran fiesta), que conmemora el sacrificio bíblico que ofrendó el patriarca Abraham, a quien Dios eximió de inmolar a su hijo Ismael, ordenándole degollar a cambio un carnero.
No es un ritual obligatorio. Se trata más bien en un gesto conmemorativo que acata la gran mayoría de las familias musulmanas, por no decir todas, y cuyos principales beneficiarios han de ser los desheredados de la sociedad.
En Marruecos se diría que el acontecimiento sumerge a las gentes en un particular estado de vehemencia, justificado tanto por su devoción tradicional como por esa afición al consumo de carne que caracteriza a los marroquíes de pura cepa.
Mes de peregrinación
A pesar de la naturaleza espiritual y profunda de la conmemoración, que se celebra en el décimo día del mes de Dhul Hiyya, coincidiendo con la peregrinación del Hayy, se producen escenas callejeras dignas de un surrealismo felliniano, que hacen del Aïd-el-kebir, también denominado Aïd-el-Adha, una fiesta estrambótica y trivial sobre la cual satirizan hasta los propios del país.
Los pastores inundan las periferias de las ciudades con sus rebaños; los corderos asoman amarrados, por los maleteros de los automóviles y a veces por las ventanillas, abrazados por sus dueños, e incluso a lomos de algún motociclista. Las risas se oyen a diestro y siniestro cuando algún palurdo atraviesa tan campante con su borrego por un paso de cebra, como si se tratara de un caniche de paseo. ¡Pero el colmo de la fiesta es encontrase en el ascensor de casa con el cordero mugriento y maloliente del vecino! En la tranquilidad de la noche, balan en coro lastimero las víctimas del sacrificio, como intuyendo su trágico final.
Gran parte de los marroquíes que viven en la ciudad, los que pueden, o los más civilizados, se trasladan al campo para cumplir con el sacrificio al aire libre, sin límites de espacio ni cortapisas. El resto se conformará con organizar la fiesta en la azotea, si es que la hay, transformada para la ocasión en una especie de matadero en comunidad.
A media mañana, inmediatamente después del sacrifico radiotelevisado que consuma, cada año el Rey, todos los marroquíes se disponen a iniciarlo. Generalmente corre a cargo del jefe de familia, o en su defecto, de algún familiar con autoridad, pero nunca de mujeres. A menudo también se recurre a la experiencia de los matarifes, que hacen su agosto con motivo de esta fiesta. Cuchillo en mano, todavía goteando sangre, y mandil salpicado de restos de animales, recorren las calles como enajenados, atendiendo a toda prisa a tanto reclamo.
El islam exige una serie de condiciones para realizar el sacrificio y provocar el menor sufrimiento posible al animal. En primer lugar, el Profeta Muhammad aconsejaba aislarlo de los demás, para que éstos no sufrieran al presenciar la matanza. Tampoco se pueden sacrificar animales lactantes. En segundo lugar, el corte debe realizarse de manera rápida y profunda, en la yugular y la glotis, para que la muerte sea instantánea. Este ritual, además de provocar la muerte súbita, permite desangrar al animal y evitar así el consumo de sustancias tóxicas provocadas por el estrés, como sucede con los modernos y malsanos sistemas de electrocución.
Suculencias culinarias
En las cocinas, las mujeres de la casa se remangan, poniendo sobre el tapete cuantos utensilios habrán de serles útiles: recipientes, cubos de agua, morteros, pinchos, parrillas, hornillos de carbón, cuchillos, especias…, todo dispuesto para un acontecimiento de rasgo medieval.
Consumado el sacrificio, se despelleja y vacía con rapidez al animal; tarea en la que participan hombres y mujeres, niños y niñas, todos a una, en un trajín morboso de tripas y despojos. Una vez limpio, se deja enfriar el cordero, colgado de un árbol, de una viga, del filo de una puerta o allá donde corra bien el aire, ahuyentando como se pueda a moscas, moscardones y mosquitos.
En aldeas y pueblos los jóvenes tuestan en la calle las cabezas a viva llama del fuego, hasta casi chamuscarlas, dejando todo pringado de reliquias grasientas.
Ese mediodía los marroquíes comen desenfadados y campechanos, tal como ellos son, a la espera de que la carne esté en su sazón. Gusta verles preparando los pinchitos del hígado y el corazón, que envuelven en la propia grasa del carnero, tan solo condimentados con sal y comino, y que asan a fuego lento de carbón. Chupándose los dedos de puro gusto, saborean al tiempo un aromático té con hierbabuena.
A partir de esa misma noche y durante los días sucesivos, las opciones gastronómicas, nacionales, regionales o familiares, son variadas y abundantes, siempre con el cordero como protagonista: desde los famosos pinchitos morunos bien especiados, hasta el cuscús con la cabeza del cordero, pasando por cualquiera de los tayines marroquíes, sabrosones y picantes, o las patas con garbanzos. Se seca algún buen pedazo para hacer que cunda el cordero, y se aparta algún otro para ofrecer a los más necesitados.
A partir de esa misma noche y durante los días sucesivos, las opciones gastronómicas, nacionales, regionales o familiares, son variadas y abundantes, siempre con el cordero como protagonista: desde los famosos pinchitos morunos bien especiados, hasta el cuscús con la cabeza del cordero, pasando por cualquiera de los tayines marroquíes, sabrosones y picantes, o las patas con garbanzos.
Pasada la fiesta, borrón y cuenta nueva. Los marroquíes, aquellos que trajinaban cómodos entre tripas y despojos, se embuten en su traje de corte italiano camisa de marca y corbata de seda, y con plante de ejecutivo dandi se incorporan a su despacho, como sin nada extraño hubiera pasado.
En el campo, el aire aún huele a chamusquina, y los perros se ponen las botas aprovechando los desperdicios de la gran fiesta.