A los andalusíes que en el siglo XI decidieron asentarse aquí, debió parecerles un remedo del paraíso. También, a los moriscos que, expulsados de España por Felipe III en el siglo XVII, probaron suerte del otro lado del Estrecho (justo lo contrario que sucede hoy ¡qué paradoja!).
Grandes extensiones agrícolas, un estuario abundante en pesca y un mar que pronto abrió sus brazos a la navegación y el comercio, digamos, unilateral. Los historiadores marroquíes lo llaman yihad marítima; los europeos, corso y piratería. El caso es que ambos conceptos no tienen por qué estar reñidos.
Los slauis se daban el gusto de enfrentarse al enemigo infiel, y de paso, se llenaban el bolsillo. Un lucrativo negocio al que también se apuntó al-Ayachi, un destacado dirigente marroquí del siglo XVII quien, junto con el resto de la población, mantuvo a raya a ingleses y españoles, y luchó encarecidamente contra los portugueses que se habían apropiado de la práctica totalidad de la costa atlántica.
De su pasado beligerante, Salé mantiene las macizas murallas que cinchan la ciudad histórica, con toda una serie de bastiones trufados, algunos, de cañones.
También, los restos de su importante arsenal marítimo y las puertas que comunicaban con la medina, algunas tan monumentales como la de Lamrissa, parte del arsenal y de época meriní (siglo XIII), labrada en piedra de arenisca. La famosa y cotizada piedra de Salé, utilizada en cantería, como si fuera espuma de mar solidificada.
De su pasado beligerante, Salé mantiene las macizas murallas que cinchan la ciudad histórica, con toda una serie de bastiones trufados, algunos, de cañones.
Su inmenso arco apuntado, hoy semi enterrado bajo el pavimento, está enmarcado en un alfiz que reproduce conchas, formas vegetales entrelazadas y motivos de sebka, a modo de un panal, en una estética naturalista de tradición muy almohade.
La situación de la ciudad sobre un acantilado y junto a un estuario –el del río Bu Regreg–, garantizaba su salida al mar, pero hacía vulnerable su defensa. De hecho, las tropas castellanas la invadieron en 1260 arrasándola con saña. Las dinastías que gobernaron Marruecos la dotaron sucesivamente de un largo trazado de murallas que concluye con el tramo alauita que se alza sobre el Atlántico. Desde sus adarves y sus bastiones minuciosamente restaurados –en especial el que contiene el pequeño e interesante museo de cerámica local–, la visión es arrebatadora.
El mar midiendo sus fuerzas con la corriente azul y sumisa de la ría, las hermosas playas de Salé y Rabat encarándose desde cada orilla y el cementerio inmenso, sin muros, sin nichos, a cielo abierto. Las tumbas, pintadas de blanco y amarillo albero, y exentas de la siniestra iconografía del sufrimiento.
Cada atardecer, riadas de jóvenes armados de sombrillas o tablas de surf, gorras y camisetas makineras, lo atraviesan eufóricos provenientes de la playa, burlándose de la solemnidad, en un canto a la vida, que se entrelazada con la muerte como un arabesco.
Pese a ser marinera hasta la médula, Salé siempre navegó a contracorriente. Y resistió. Primero fueron los hornacheros, moriscos de origen humilde procedentes de Hornachos, una rezagada sierra al sur de Extremadura. Aparecieron en el siglo XVII e hicieron causa con el resto de los slauis, instalándose en la kasbah, o ciudad fortificada, de Rabat.
Bu Regreg, la República
Aparte de practicar el corso con una habilidad y arrojo que para sí quisiera el mismísimo Barbarroja, se opusieron a que el poder central (a la sazón, la dinastía saadí) les organizara la vida, y sellaron el diwan, una especie de pacto mediante el que se establecía la llamada República del Bu Regreg, que navegaba por la vida sin patrón y en la que todos eran marineros. Pero, ya antes, el lugar había sido durante siglos pasto de los Berguata, una tribu bereber que se otorgó el derecho a traducir el Corán a su idioma e interpretarlo de un modo más que heterodoxo.
Pero, no todo era insumisión e inconformismo. También la ciudad albergaba grandes familias pertenecientes a la aristocracia árabe y andalusí como los Aouad, Zniber, o Fenich, que aún hoy reivindican con orgullo su ciudad natal, y conservan sus palacios en plena medina, dotados de patios solemnes, azulejos (algunos, de la ciudad sevillana de Mensaque), rosales y jazmines que derraman su perfume al atardecer, y alcobas inmensas coronadas de artesonados polícromos como si fueran una materialización de la bóveda celeste.
La ciudad que alabara el poeta granadino ibn al-Jatib, se rodeaba de jardines, baños públicos, mezquitas, universidades y hospitales. Como testimonio, y pese al deterioro de algunos de sus edificios, actualmente en restauración, permanece la magnífica madraza, o escuela coránica meriní del siglo XIV, que en su opulencia decorativa y su armonía de proporciones, poco tiene que envidiar a las mucho más célebres de Fez.
La ciudad albergaba grandes familias pertenecientes a la aristocracia árabe y andalusí como los Aouad, Zniber, o Fenich, que aún hoy reivindican con orgullo su ciudad natal, y conservan sus palacios en plena medina, dotados de patios solemnes.
También queda la espléndida portada de la escuela mística meriní de Enusak, una zawiya edificada en las afueras del recinto amurallado, y el maristan, u hospital psiquiátrico de la misma época, hoy convertido en un juzgado tradicional por el que circulan cadíes de aspecto sabio, chilaba oscura, barbas luengas y balgas (babuchas) que se dejan arrastrar con parsimonia.
Y es que la ciudad es conocida por su carácter conservador y su fervor religioso. Mil y un santos ennoblecen sus entrañas enterrados entre piedras. O, también, bajo el fulgor encalado de cúpulas almidonadas que, una vez más, lejos de acongojar al fiel, transmiten luminosidad y alegría.
A las numerosas escuelas que congregan cofradías místicas –más o menos oficiales–, se suman estos discretos mausoleos en los que reposan historias de hombres excepcionales, como la de Sidi Belabbas, quien, conocedor del momento de su muerte cavó su propia tumba en el recinto que habitaba, o Sidi Mussa, que viajaba a La Meca sin necesidad de desplazarse, y cuyos carismas curaban a los desequilibrados mentales del maristan.
En una casa oculta de la medina, la familia Chakrun se afana aún en preparar, durante gran parte del año, los cirios que servirán para venerar a su santo patrón Sidi ben Hassun, en una fiesta llena de color, que coincide con el nacimiento del Profeta.
Hoy, desprovista la ciudad de infieles a los que combatir, su lucha se centra contra la marginación. Contra su condición de hermana pobre de Rabat, capital radiante del reino y eterna rival, justo del otro lado del río que las enfrenta, el Bu Regreg. Una, mimada y bruñida hasta el último detalle. La otra roída por la pobreza y castigada por el abandono institucional; una situación que sus gobernantes actuales pretenden atajar mediante una mejora de su infraestructura y sus problemas sociales, y la rehabilitación de un patrimonio que está pidiendo a gritos un reconocimiento; cuestión que requiere mucho dinero y el apoyo de un mecenazgo sólido.
Una última batalla que los slauis están dispuestos a librar, una vez más, cueste lo que cueste. Contra viento y marea.
Fuente: El Viajero (EL PAÍS), 5 de septiembre de 1999