Cuando en el 711 la Hispania romano goda fue conquistada por los Omeyas, pasó a denominarse al-Andalus. La hegemonía del Islam se produjo en un período relativamente corto, de conversiones en masa y escasos enfrentamientos bélicos. El nuevo dogma, emparentado con el cristianismo y de sencilla aplicación, sedujo sin dificultades a aquellas poblaciones sometidas bajo el yugo de los visigodos, cuyo gobierno ya por entonces se hallaba en plena decadencia. Tanto judíos como cristianos vivían bajo su reinado en un régimen feudal, que poco tenía que ver con la igualdad social que preconizaba el Islam de los primeros tiempos. En Al-Andalus, árabes y bereberes, muladíes (cristianos convertidos al Islam), mozárabes (cristianos que siguieron practicando su fe el época islámica) y judíos, vivieron largos de períodos de relativa confraternización y respeto mutuo. La convivencia entre estas comunidades aportaría un sello particular y fecundo.
Pronto, los nuevos dirigentes musulmanes permitieron a los habitantes originarios de Hispania conservar sus antiguas propiedades, su religión y hasta sus leyes, a cambio de pagar un tributo al Estado, o dhimma, a modo de impuesto. Un planteamiento muy progresista tratándose de la alta Edad Media, y muy estimulante desde el punto de vista social y económico.
La política agraria de los Omeya, y el establecimiento del libre comercio, permitido en el Islam, produjeron un desarrollo inusitado. Surgió lo que los historiadores han denominado una “revolución verde”, incrementándose los cultivos intensivos, que permitían vender los excedentes. Esto ayudó a que el resto de la comunidad no necesitase dedicarse al cultivo para su autoabastecimiento, y pudiese desarrollar otros oficios, surgiendo una brillante cultura urbana y material, como bien explicó el sociólogo tunecino Ibn Jaldún (ss.XIV-XV). Muchas de nuestras ciudades, monumentos, museos, yacimientos arqueológicos y costumbres populares, están todavía impregnadas de aquella civilización asombrosa.
A la mejora de las técnicas de regadío de origen romano, se sumó la aclimatación de numerosas especies vegetales nuevas, venidas de Oriente. Además de especias tan exóticas como la galanga, el cardamomo, el jengibre, el comino, el nardo, la nuez moscada, y muchas otras, todas ellas usadas tanto en farmacopea, como en cosmética y en cocina, los andalusíes aclimataron abundantes frutas y hortalizas como la palmera datilera; la espinaca, procedente del Nepal; la acelga, o as-silqa, también llamada verdura yemení; la berenjena, oriunda de la India y que nos llegó a través de Persia; la granada, de Siria; el melón, de Egipto; la Sandía, del Sind, o el higo, de Constantinopla, entre muchos otros productos. También extendieron el cultivo de otros productos ya existentes anteriormente, como el olivo.
El gran desarrollo que conoció la civilización islámica, tanto en las artes, como en la ciencia, fue posible, entre otras cosas, por el interés que demostraron los musulmanes hacia aquellas culturas con las que iban entrando en contacto. La Persia de los sasánidas y Bizancio, fueron sus principales y más inmediatos puntos de referencia culturales. Pocas civilizaciones han demostrado el mismo carácter integrador que la islámica. Aun así, habría de poseer su propia personalidad, no limitándose meramente a adoptar modelos anteriores, como se ha dicho en ocasiones. El Islam se caracterizó, entre otras cosas, por asimilar todo aquello que considerase positivo, aunque fuese ajeno. Todo lo bueno procede de Dios y, por lo tanto, es patrimonio de todos. Se considera una falta grave la ocultación del conocimiento. La ciencia y el saber no están reñidos con la fe, es más, son parte indisociable de ella.
No en vano, numerosos hadices o tradiciones referidas al Profeta Muhammad, hacen referencia a la necesidad de instruirse y conocer.
EL CULTIVO DEL OLIVO
“Dios ha puesto dentro de la Agricultura
La mayor parte de los bienes necesarios
Para el sustento del hombre,
Y por tanto es muy grande su interés
Por las utilidades que encierra”.
Dijo Ibn Luyun, agrónomo andalusí del siglo XIII, procedente de Almería.
También el Corán es prolijo en referencias naturalistas destinadas a incitar al creyente a la reflexión y la contemplación de la Creación Divina.
La Aleya 99 de la Sura 6, dice así:
“Él es quien ha hecho bajar agua del cielo. Mediante ella hacemos brotar toda clase de plantas y follaje, del que sacamos granos arracimados. De las vainas de la palmera, racimos de dátiles al alcance. Terrenos plantados de vides, olivos y granados, parecidos y diferentes. Cuando fructifican, ¡mirad el fruto que dan y cómo madura! Estos son signos para gente que cree”.
Para esta eclosión agraria fue esencial el trabajo de investigación de agrónomos como el almeriense Ibn Luyun (ss.XIII-XIV) y sus predecesores: el sevillano del siglo XII Ibn al Awam, que escribió el célebre Libro de Agricultura, y otros autores como Ibn Al-Baitar (Málaga, ss.XII-XIII) y al-Arbuli (s.XV), o los toledanos Ibn Bassal e Ibn Wafid (s. XI). También contribuyó a ello la traducción de las grandes obras clásicas en esta materia. Así, en menos de un siglo, se habían traducido al árabe los escritos de Hipócrates, Dioscórides, Galeno, Oribasio y Pablo de Egina, entre otros.
En época de al-Andalus, la culinaria estaba muy entroncada con la dieta y ésta a su vez, con la medicina. Se seguía la teoría greco latina de los cuatro humores corporales, y se adecuaban las recetas a cada persona, teniendo en cuenta su dolencia, edad y sexo. Ya desde época del Profeta Muhammad se otorgó gran importancia a la nutrición. Así lo indican varios hadices o tradiciones:
“No mortifiquéis el corazón con un exceso de comida y de bebida, porque el corazón es como una planta, que se muere por exceso de agua”.
O aun: “El estómago es la alberca del cuerpo adónde llegan numerosos vasos sanguíneos; cuando el estómago está en buena forma, los vasos llevan salud, y cuando está perturbado, llevan consigo la enfermedad”. Unos planteamientos muy acordes con los actuales, y en los que entra de lleno el uso del aceite de oliva.
Y ahora, pasaremos a hablar un poco de la historia de este valioso zumo apreciado tanto en Oriente como en Occidente. Desde hace miles de años, existe en toda la cuenca mediterránea el olivo silvestre, el Olea europaea sylvestris, llamado en español acebuche, vocablo de origen árabe hispano con el también se conoce en el Magreb, donde es muy abundante. Aunque de sus olivas se puede extraer aceite, es muy escaso. Esto es lo que llevó hace miles de años a mejorarlo y cultivarlo, hasta obtener las variedades que conocemos en la actualidad. Ya desde la época clásica se consideró el olivo como un árbol mítico. En Grecia, su aceite se empleó en la cocina, como cosmético, para el alumbrado y como lubrificador para la maquinaria. Según la mitología griega, el olivo fue creado por la diosa Minerva, divinidad relacionada con la sabiduría. La Iliada y La Odisea de Homero hacen numerosas referencias a este árbol, y los atletas de los juegos olímpicos eran coronados cuando vencían, con una ramita de olivo.
Los romanos heredaron los mismos sistemas de cultivo del olivo que los griegos, siendo Sicilia la región donde más se propagó. Según el analista romano Penestrella, el primer olivo se introdujo en Hispania en el siglo VI . a. C, y según el geógrafo Estrabón, el aceite de Hispania era, tras el de Italia, el de mayor calidad. Su cultivo se extendió por la Bética, en Andalucía, y la Tarraconense, en Cataluña, y se exportó en grandes cantidades hacia la propia Roma. No en vano, el Monte Testaccio, en esa misma ciudad, está formado por miles de ánforas amontonadas que contuvieron el célebre aceite llegado desde los puertos de Hispania.
En época cristiana el olivo se siguió considerando sagrado. En el Génesis se relata cómo la paloma que Noé envió desde el arca hacia la tierra, regresó con una ramita de olivo en su pico, para anunciar el fin del Diluvio Universal. En el Nuevo Testamento se cita en numerosas ocasiones el aceite, sobre todo con fines terapéuticos. Así: “El buen samaritano cura las heridas del caminante mediante una aplicación de aceite y vino”. La iglesia católica, en el sacramento de la extremaunción, aplica los Santos Óleos a las personas en sus últimos momentos de vida, para que se liberen del mal y alcancen la gloria celestial.
Al igual que los cristianos, los musulmanes consideran el olivo un árbol sagrado. El Corán lo menciona en numerosas ocasiones. La célebre Aleya 35 de la Sura 24 , dice así:
“Dios es la luz de los cielos y de la tierra.
Su luz es a semejanza de una hornacina
En la que se halla una candileja.
La candileja está en un recipiente de vidrio
Que parece un astro rutilante.
Se enciende gracias a un árbol bendito,
El olivo, ni oriental, ni occidental,
Cuyo aceite casi reluce aunque no lo
Toque el fuego. Luz de luz”.
A pesar de que la existencia del aceite en la Península Ibérica se remonta, por lo menos, a época romana, fueron los andalusíes quienes extendieron su cultivo de forma intensiva en la península ibérica. Son numerosas las crónicas que alaban las bondades del aceite del Aljarafe, o Sharaf, sevillano. El propio vocablo, aceite, viene del árabe zyt, y sus frutos, las aceitunas, de zaytun. En el siglo X Ibn Razi decía que:
“Si Sevilla no pudiese exportar su aceite de oliva, habría tanto que sería imposible almacenarlo y se estropearía”.
En el siglo XI, en época de taifas, el cronista Udhri explicaba que el aceite de oliva “es exportado a todos los lugares, a lo largo y ancho… y el más alto grado es enviado a las áreas más diversas y viaja hacia Oriente por mar”. En el siglo XII, Zuhri relata que el aceite del Sharaf sevillano se exporta a “las tierras de Rum, el Magreb, Ifriqiya, Misr y Alejandría”. Como vemos, el aceite español tiene una larguísima tradición comercial.
Pero el preciado fruto oleaginoso no solamente se cultivará en el Sharaf sevillano. En el siglo XII, Jodar, al sur de Úbeda, en la provincia de Jaén, también conoció una gran abundancia. Y en época de los nazaríes, los nasríes del reino de Granada, había también extensos olivares en Loja, Pechina y Málaga. La técnica para la obtención del aceite era la misma en todas partes. Se trataba de una prensa con husillo, de modelo romano, llamada en árabe masara, almazara, en español. Existían tres clases de aceite. El llamado “aceite de agua”, que se obtenía machacando las olivas en el aljorfe, para después proceder a un lavado con agua caliente y una decantación rudimentaria. Le seguía en calidad el “aceite de almazara”, que consistía en prensar las olivas mediante una muela de piedra movida por una acémila, o animal de carga, tras haberlas pisado en las pilas donde se maceraba. A continuación estaba el “aceite cocido”, que se obtenía a partir del orujo del primer prensado, y se lavaba con agua hirviente antes de ser prensado de nuevo.
Los tratados geopónicos, o agronómicos, de la época, son prolijos en detalles acerca del cultivo del olivo. Como veremos, los consejos coinciden en gran medida con los actuales. Según el almeriense Ibn Luyun, el olivo, lo mismo que el granado, el manzano y el membrillo, se planta por estacas. La longitud de la estaca ha de ser de un codo, o más, y debe de hundirse en la tierra hasta la mitad. Es aconsejable hacerle un acolchado con piedras para que conserve la humedad a su alrededor. La plantación se realiza durante el invierno. El vareo, o recogida de la aceituna, suele hacerse en enero y en días no demasiado fríos.
Ibn al-Awam, dedica un capítulo entero al cultivo del olivo en su extensísimo Libro de Agricultura. Entre otras muchas cosas recomienda la tierra calcárea, “especialmente si es blanda y húmeda”. Según sus palabras, “…los que se hallan en semejante tierra llevan la aceytuna gorda, tierna, substanciosa y de mucho aceyte”. También recomienda la negra con piedras y con algo de cal, y la arenisca no salobre. Deben de estar plantados preferentemente en lugares montañosos y ventilados, y en laderas soleadas y no demasiado expuestas a las heladas. También recomienda encargar la tarea de plantar el olivo a:
“…varón honesto, puro, libre de deshonestidades y costumbres corrompidas; cargará por esto de mucho y abundante fruto.”
LA COCINA DEL ACEITE
Lo mismo que en época romana, en al-Andalus el aceite se empleaba en la cocina, la cosmética, la farmacopea y el alumbrado. Era muy valorado por sus propiedades medicinales. El propio Averroes, Ibn Rushd, que además de filósofo fue un médico celebrado, alabó sus bondades. El agrónomo y farmacéutico toledano Ibn Wafid, entre sus complejísimas recetas compuestas contenidas en el Libro de la Almohada, escribió la siguiente:
“Receta de un aceite útil –con el permiso de Dios- para la flema que hay en las articulaciones. Se toman hojas de pepino silvestre con brotes tiernos, en época de recolección, las cuales se echan con el pepino; se tritura todo perfectamente y, de agua, se sacan nueve ratles, sobre los cuales se vierten quince ratles de aceite de oliva puro. Luego se toma calabazuela redonda, cintoria, hisopo, menta de montaña, menta de río, pulpa de coloquíntida sin simiente, sagapeno, hojas de laurel y raíces de azucena, cada uno en cantidad de una uqiyya y media y dos uqiyyas de estoraque líquido. Se tritura esta mezcla de drogas, se tamiza y se echa en el líquido antes citado, ajunto con el aceite, poniéndolo a cocer a fuego lento en un recipiente de cobre hasta que se ponga tibio y sobrenade el aceite, el cual se filtra, para separarlo del resto de las drogas, se echa en un recipiente de vidrio y se usa”.
Pero, sin duda, el uso principal del aceite de oliva fue el culinario, aunque era considerado un producto costoso, y por lo tanto, no asequible para todo el mundo. Sin embargo, no solamente se empleaba aceite de oliva. También aparecen en los tratados y recetarios de la época, el aceite de rosa iraquí, el de sésamo, el de pistacho, o alfóncigo, el de simiente de uva y el de almendra dulce. Generalmente usados en repostería. También se utilizaba mantequilla y grasa de cola de cordero.
EL RITUAL DE MESA
Pero es interesante detenerse un momento, antes de hacer un breve repaso por la cocina de al-Andalus, en los preliminares que se había de seguir en cualquier buena mesa que se preciara. Y nos estamos refiriendo, claro está, a la cocina palaciega y cortesana, ya que no todo el mundo podía permitirse los mismos lujos.
Para comenzar cualquier festín, la mesa tenía todo un ritual que había que cumplir rigurosamente. Las comidas importantes se hacían en el majlis, o salón masculino, que solía ser alargado y estaba cubierto de tapices de lana o seda en las paredes, alfombras de nudo o tejidas, colchonetas pegadas contra la pared, o matreh, –de ahí matrass, o colchón, en inglés–. Sobre éstos se colocaban almohadones de cuero y brocados de seda. En verano, las alfombras se sustituían por esteras. Las casas apenas tenían mobiliario aparte de algún baúl, y hornacinas en las propias paredes que contenían objetos decorativos. Se acostumbraba a comer en el suelo o sobre mesas muy bajas cubiertas de piel repujada.
Para alumbrar, se utilizaban candiles de bronce o de barro, y para calentar la casa en invierno, braseros, también de barro o de metal. La música, en caso de haberla, debía ser suave y nunca interferir en la conversación de los comensales, y ésta, nunca debía girar en torno a temas políticos o conflictivos, para no enturbiar la digestión. Una premisa que se debe seguir según las normas actuales de protocolo. Se hacían tan sólo dos comidas al día, porque a pesar de su refinamiento, los andalusíes eran frugales en sus costumbres.
Mientras que en tiempos visigodos, cristianos y judíos no podían tan siquiera compartir mesa, en el Manuscrito anónimo del siglo XIII de cocina hispano-magribí, traducido en su día por el arabista Ambrosio Huici Miranda, aparecen recetas que ponen de manifiesto el espíritu cosmopolita de tiempos de al-Andalus. Así, surgen la “Receta judía de relleno oculto”, la “Perdiz judía”, el “Plato siciliano de cebollas”, la “Receta egipcia” o la “Sinhayi Real”, que es un plato bereber asociado con la tribu de los Senhaya.
Uno de los personajes que más revolucionó el ceremonial de mesa, al tiempo que las propias recetas, la música y la moda, fue Ziryab. El llamado el pájaro cantor, un músico de origen kurdo del siglo IX proveniente de Bagdad y de quien dicen, era capaz de embelesar a los propios genios en sus veladas musicales a la luz de la luna. Él nos legó el modo de servir la mesa que conocemos en la actualidad. Según el manuscrito anónimo del siglo XIII, se sirven las verduras y tafayas primero; después, los entrantes con miel y vinagre, la carne y el pescado, y a continuación, los dulces.
GRASAS Y CONDIMENTOS
La cocina era rica en proteínas, calorías y abusaba de las grasas y las especias, productos costosos y exclusivos. Como sucede con la actual cocina española, casi todos los platos se rehogaban previamente en aceite, cuando no se freían los productos directamente. Se empleaba además una gran cantidad de especias y hierbas aromáticas con las que dotar a los platos de personalidad propia, además de preservar los alimentos. Según el manuscrito anónimo,
“El conocimiento del uso de las especias es la base principal en los platos de cocina, porque son el cimiento del cocinar y sobre él se edifica”.
Así, no era infrecuente sazonar un guiso de carne con cilantro, pimienta, jengibre, bayas de enebro y galanga, por no citar más que algunas. También se prodigaban el espliego, el cardamomo y otros condimentos que hoy nos resultan tan extraños como el nardo indio, el sándalo, el alcanfor y las hojas de cidra. Algunas de las hierbas aromáticas que todavía se emplean en la cocina española son la albahaca, la hierbabuena, el tomillo, el orégano, el laurel y el comino, que según los dietistas de la época, y los actuales, es digestivo y tiene propiedades carminativas. La canela todavía se usa en infinidad de postres. También siguen siendo muy apreciados la nuez moscada y el azafrán, del árabe –zafran– aunque, según el autor andalusí Avenzoar,
“Llena el cerebro de vapores dañinos”.
Los acidificantes eran muy habituales también. Así, el vinagre consta en numerosas recetas, agregándose un chorrito en la salsa. Se podía hacer de manzana, de granada, de cidra, de uvas blancas, de vino y hasta de arroz, aunque éste, según Ibn Al Awam, era tan potente que rompía las piedras. De los andalusíes hemos heredado en España el escabeche, llamado entonces, al sikbay.
LA CARNE
Ahora pasaremos a hablar un poco de las recetas de carne más apreciadas. En toda mesa andalusí opulenta, la carne primaba sobre la verdura y el pescado. Generalmente se preparaba frita en aceite, asada o guisada. Para los musulmanes, como todavía ocurre en muchas culturas, el consumo de carne era sinónimo de virilidad y energía. Según Ibn Habib, autor del Compendio de Medicina,
“Las carnes de todas clases, en conjunto, son calientes y húmedas, aunque cada una de ellas tiene una peculiaridad. Así, la carne de vaca, la de camello y la de macho cabrío montés, son carnes bastas, frías y secas, que espesan la bilis y engendran bilis negra”.
En cambio, la de las aves de corral, cordero, cabrito y ternero se consideraba más digestiva, debiéndose sacrificar reses ni demasiado pequeñas ni demasiado viejas.
Otra de las normas del Islam que hay que tener en cuenta a la hora de matar un animal es que nunca se debe de hacer siendo éste lactante, ni en presencia de su madre o de otros animales. Se le debe propinar un tajo firme con un cuchillo bien afilado en la garganta, que le seccione el esófago y la yugular de golpe y evitar así una muerte lenta que le haga sufrir, al tiempo que se desangra el animal y expulsa las toxinas producidas por la agresión. Un método mucho más humano y saludable, aunque pueda parecer sanguinolento, que los actuales sistemas de electrocución.
Los guisos andalusíes de carne se liaban con pan migado y huevo, tanto escalfado como cocido y picado, como sucede con la pepitoria española, a la que se añade unas yemas cocidas. Un plato, por cierto, la gallina en pepitoria, típicamente andalusí.
La caza era una actividad muy apreciada. Fueron los árabes quienes introdujeron en España la caza con águilas y halcones, aunque también empleaban perros de presa. Los halcones más reputados eran los de Levante, Baleares y Lisboa. Los entrenaban para que agarrasen a la presa sin matarla, y así poder desangrarla según el rito islámico. Entre las aves y otros animales de caza menor, eran muy apreciados la perdiz, la codorniz, la liebre, el faisán, la paloma y la tórtola.
La estética en aquella época contaba mucho, y los platos tenían que tener un aspecto compacto y colorido. A menudo se obtenía un acabado como laqueado con vinagre, clara de huevo y abundante aceite de oliva o grasa animal. La carne además de asada, guisada y frita, se preparaba picada, como sucedía con las salchichas, omerguez de cordero, y las famosas albóndigas, de origen andalusí. No en vano el vocablo albóndiga procedería del árabe al-bunduq, la bala, o la bola.
Por cierto, que según Ibn Luyun, tanto la carne de ave, como el pescado y las propias aceitunas, que se consumían en gran cantidad aliñadas, se conservaban en aceite de oliva.
EL PESCADO
Pasando a ocuparnos del pescado, también en la cocina del litoral español hallamos huellas de la civilización musulmana. En la costa onubense ya existía desde el siglo V al IV a. C. un comercio de salazones de pescado, en especial de atún y de caballa. Una costumbre que perduró en tiempos de al-Andalus, en que, como todavía se aprecia en la costa occidental andaluza, y en el norte de Marruecos, se conserva el arte de pescar en almadrabas. Este vocablo procede del árabe, matrab, golpear, mientras que la mojama, un producto muy apreciado en la época, procede del árabe mssaja, o secado.
Los pescados más apreciados eran el atún y el salmón. Pero también gustaban el salmonete, la merluza, la pescadilla, el esturión, el sábalo y el mújol. Las sardinas y las anchoas de Málaga, que se preparan en espeto junto a las brasa, eran muy valoradas. En cuanto a la anguila, que aparece en algunas recetas, se cocía primero, llevándose después al horno comunal. Su carne era considerada suave y untuosa, pero, lo mismo que el congrio, generadora de fiebres y malestares intestinales, según aseguraba al Arbuli.
El pescado se tomaba a menudo frito en aceite de oliva. En los zocos había freidurías en las que se vendía, y que eran objeto de una estrecha vigilancia por parte del almotacén, o vigilante. De entonces nos viene el gusto por las frituras, tan españolas, tanto de pescado, como de masa: churros, buñuelos y porras. Pero el pescado también se preparaba guisado, asado y en albóndigas, tomando una forma determinada, como sucedía con la receta del Almidonado, en la que se picaba pescado, al que luego se daba la forma de una sardina y se freía.
LAS VERDURAS Y LAS FRUTA
Hablaremos ahora un poco de las hortalizas y la fruta. La mayoría de las especies se aclimataron en nuestro suelo gracias a agrónomos como Ibn Bassal o Al Wafid de Toledo que, entre otras cosas, crearon un importante jardín botánico junto al Tajo, en el palacio del rey taifa al-Mamun. En la mesa se prodigaba un sinfín de hortalizas, que se preparaban encurtidas, en potaje, en guisos junto con carnes y pescado, rellenas o fritas en abundante aceite de oliva como esa receta de berenjenas rellenas y rebozadas. Algunas de las más apreciadas, además de las berenjenas, eran los guisantes, los espárragos y las alcachofas, al-jars`huf. Una lista de preferencias que parece coincidir con la actual.
Además, estas verduras tenían, como no, sus propiedades medicinales. Al espárrago, por ejemplo, se lo consideraba beneficioso para las dolencias articulares. La berenjena, en cambio, se tenía por indigesta, a pesar de constar en numerosas recetas. Otras de las verduras más comunes eran la chirivía, la achicoria, de la que se obtuvo la endibia, y, por supuesto, las clásicas espinacas, zanahorias, coles, nabos y acelgas.
Entre los frutos: higos y uvas malagueños, albaricoques, (damasquinados se llaman aún en Toledo), sandía, melón, cítricos, duraznos, manzanas, membrillos, y tantos otros. Los andalusíes, sin embargo, privilegiaban algunos por su poder de evocación estética y su carga mítica. Así sucedía con el dátil, introducido en época andalusí, y alimento por excelencia del desierto Arábigo. Este poema se atribuye al príncipe omeya Abderrahman I el Inmigrado cuando, procedente de Damasco, se acercó por vez primera a la almunia de ar-Rusafa en Córdoba, y contempló una palmera solitaria:
“En mitad de ar Rusafa apareció una palmera alejada –en tierras de occidente– del país de las palmeras.
Le dije: eres mi igual en el exilio, la lontananza y larga distancia que me separan de mis hijos y mi familia,
Has crecido en una tierra en la que eres una extraña; al igual que tú, me siento alejado, y como yo, tú estás muy lejos.
Puedan las nubes matinales regarte con sus lluvias abundantes, tomándolas de los Dos Simaks”.
Dátiles fue lo que se ofreció al Profeta Muhammad cuando llegó hasta Medina procedente de La Meca, y dice la tradición que hacía el sohor, el inicio del ayuno de Ramadan con un dátil de gran tamaño. Según el Corán, la Virgen María alumbró a Jesús bajo una palmera que le ofreció no solo su sombra, sino una rama que se inclinó para darle sus frutos.
OTROS ALIMENTOS
Aparte de esto, la dieta andalusí constaba de cereal en todas sus formas: pan, sémola, harina. Se hacía pan de todas las clases, ya fuese ácimo, de flor de harina o integral, con parte, o con todo el salvado. También, toda clase de gachas elaboradas con migas o sémola, cocidas con carne o verduras y aceite u otro tipo de grasa, y condimentadas con abundantes especias. Entre ellas constan la asida, el tarid y el harish. Me consta que algunas de ellas aún se consumen entre los beduinos de los países del Golfo, como pude constatar en Yemen. El gazpacho manchego y el de conejo extremeño, con tortas de pan ácimo y pan migado y un chorrito de aceite, son unos de los platos más arcaicos y de más clara inspiración andalusí, si no anterior, lo mismo que los gurullos almerienses, o el arroz de campo menorquín.
La pasta también era un plato muy característico de la cocina de Al-Andalus. Se tomaba en forma de fideos, fidaws. Hay una receta, la “hechura de la cocción de los fideos”, que se hace con carne, pimienta, cilantro en grano y jengibre, muy similar a la forma actual de preparar los fideos con pescado en Andalucía y en Levante. El arroz fue introducido o, cuanto menos, se cultivó de forma intensiva en época de Al-Andalus. No en vano su nombre procede del árabe ar-ruz. Se preparaba de manera similar a los fideos, pero como más gustaba era dulce, con leche. A diferencia del actual, en lugar de raspadura de limón, a este postre se le agregaba un poco de mantequilla, y en ocasiones, miel.
Otros de los productos utilizados en la cocina eran las legumbres como la lenteja, el garbanzo o cierto tipo de judías, o alubias (al-lubiya), que eran consideradas nutritivas pero indigestas. Y, naturalmente, se tomaba toda clase de huevos. Podían ser de gallina, perdiz, paloma o de cualquier otra ave, y prepararse de muy distintas maneras: fritos, cocidos, en tortilla o, como antes veíamos, como ligazón para las salsas.
Pero es en la repostería española actual donde más se aprecia la influencia andalusí. En todos aquellos dulces, conventuales o no, elaborados con almendra, nuez, piñones y toda clase de frutos secos. Los dulces andalusíes, que podían tener nombres tan sugerentes como “Bocaditos del cadí”, “Patitas de gacela” o “Esponja con leche”, eran crujientes y untuosos y se rociaban con miel, azúcar, canela y agua de rosas. Aún se deja sentir la impronta musulmana en los buñuelos, los pestiños, el mazapán de Toledo, el guirlache de Zaragoza, los alfajores de Sevilla, el alajú de Cuenca, los alfeñiques extremeños, el piñonate onubense, el arnadí de Valencia o el turrón alicantino. Y es que, como decía Ibn Razi, en el siglo X:
“Al-Andalus es generosa en seda,
Dulce en miel,
Completa en azúcar,
Iluminada en cera de candelas,
Abundante en aceite
Y lujosa en azafrán”.
Fotografías de bodegones: Inés Eléxpuru