Se la llama con frecuencia Ciudad de las tres Culturas, lema de fácil recurso que, sin embargo, encierra toda una filosofía y una capacidad de ensamblaje. Pocas ciudades en el mundo han conocido en tan escasos kilómetros cuadrados de superficie –escasos y comprimidos en un risco atrapado por el Tajo–, tanta densidad y diversidad culturales ocultas bajo una costra de piedra y ladrillo de apariencia humilde.
Su trazado y su fisonomía son los de una población medieval, roquera, cercada por una muralla y cerrada al exterior. Su belleza engarabitada no se descubre a primera vista, hay que merecérsela.
Parece mentira que tan restringido enclave haya dado tanto de sí. Ya lo decía Tito Livio en sus crónicas de guerra: parva urbs, sed loco munitia, lugar pequeño, pero bien fortificado.
Ello favoreció sin duda que fuera elegida como sede de la corte del rey visigodo Leovigildo en 569, y que Recaredo convocara el III Concilio de Toledo, que le sirvió para convertirse al catolicismo y dio pie a que la iglesia combinara las cuestiones celestes con las terrenas, inmiscuyéndose en los asuntos del Estado.
De entonces, como de época romana, apenas quedan restos, aparte de algunos frisos, cimacios y capiteles dispersos aquí y allá, entre salas de museos, patios e iglesias. Inevitablemente, cada cultura venidera habría de tapar lo anterior con sus aportaciones, en primer lugar como símbolo de hegemonía y en segundo, porque no había más remedio en una topografía que no daba para más.
Un museo recoge la tradición visigoda: el de los Concilios, en la iglesia mudéjar de San Román, situada en uno de los rincones más elevados e íntimos de la capital castellano-manchega.
Allí, además de piezas visigodas, se pueden admirar los frescos románicos del siglo XIII y el maridaje estilístico entre Bizancio, el Islam y el cristianismo, como una de tantas pruebas de la consabida vocación intercultural toledana.
Tulay Tola
En el siglo VIII los musulmanes deciden también hacer suya Tulay Tola, una de las “más grandes y mejor fortificadas de Al-Andalus” como atestiguó Ibn Hawkal en el siglo X, contradiciendo a Tito Livio o significando que la ciudad había crecido lo suyo. La plaza, que se hizo fuerte, pronto le dio la espalda al poder central, a la sazón, instalado en Córdoba. De entonces procede ese tupido tejido urbano que la hace tan reservada.
Entre las numerosas mezquitas que la poblaron, se conservan la de las Tornerías, y la de Bab Mardun, también conocida como del Cristo de la Luz, con sus intricadas cupulillas nervadas, todas diferentes entre sí. Pero puede que fuera la taifa de al-Mamun, la que más lustro le dio a la ciudad, si no desde el punto de vista político (suele pasar), sí cultural y científico.
Destacaron médicos-botánicos de la talla de Ibn Wafid e Ibn Bassal, que experimentaron en los huertos y los jardines de las almunias, y astrónomos como Azarquiel, inventor de clepsidras y otros curiosos ingenios hidráulicos.
Toledo será conquistada por Alfonso VI en 1085, volviendo a manos de la cristiandad, que la convierte en Sede Primada. Aún así, la huella árabe se perpetua en usos y modas, muy especialmente en la arquitectura mudéjar, tal vez su rasgo más peculiar. Los judíos, que habían formado una importante comunidad desde época visigótica, continúan manteniendo su influencia hasta su expulsión por los Reyes católicos en 1492.
Dos de los dijes hebreos más notables se pueden visitar aún hoy: la sinagoga de Santa María la Blanca y la del Tránsito, o de Samuel ha Leví, recién restaurada y una oda al encaje de estuco labrado. Lo increíble, y ahí es donde vemos de nuevo la capacidad integradora de Toledo, es que fueron levantadas en época cristiana y por alarifes musulmanes, una especificidad única y aleccionadora.
La catedral, otro hito artístico inexcusable, se comienza a construir en estilo gótico por orden de Fernando III en el siglo XIII, como una forma de materializar el nuevo poder dominante.
Escuela de Traductores
Con Alfonso X, la Historia se repite: la política no fue su fuerte, pero las artes y la cultura florecieron de nuevo, recogiendo toda la tradición oriental a través de la escuela de Traductores. Algunos de los sabios más prolijos fueron judíos: Judá ben Mosé ha Kohén, Abraham el Faqui, y Rabi Cagg de Toledo. La piel del mudéjar parece entonces cubrirlo todo con su fábrica de ladrillo formando filigranas.
Los alarifes musulmanes que permanecen en la ciudad hasta que se impone la intransigencia, se dedican a levantar iglesias y sinagogas empleando para ello todas las técnicas aprendidas en siglos anteriores. Arcos de herradura entrelazados, arcos poli lobulados y apuntados forman parte de las fantasías de estos orfebres de la construcción. Entre los logros del mudéjar toledano destacan Santiago del Arrabal, San Bartolomé y Santo Tomé.
Convertida en Ciudad Imperial en el siglo XVI, Toledo fue frecuentada por Carlos V y por los Reyes Católicos que convocaron en ella las Cortes en varias ocasiones. Aún así, nunca llegó a ser capital de la monarquía a pesar de que siguió creciendo en número de habitantes y en prosperidad. San Juan de los Reyes, templo gótico flamígero atribuido a Juan Guas, es uno de los más brillantes exponentes de aquel periodo, con su gran nave diáfana y sus abundantes guiños mudéjares y flamencos.
Y llegó el siglo XVII, con la consecuente decadencia de Toledo, abandonado por la Corte que se instaló definitivamente en Madrid. Se convirtió así en hermética ciudad convento que vivía más de puertas adentro, que de cara a la realidad. Habría de llegar Domenico Theotocopuli, El Greco, para inventarse un imaginario nuevo, moderno y heterodoxo, muy lejos del academicismo imperante.
Pero no fue El Greco el único creador enamorado de la densidad y la austeridad (solo aparente) toledanas. Algo más tarde los románticos harían suyo su halo oriental, y ya en el siglo XX, visitantes ilustres como Rilke, Diego Rivera y Pablo Neruda, buscaron inspiración entre sus calles secretas, su aire transparente y frío y los montes cenicientos que la abrazan.
Fuente: El Viajero, El País, 23/02/2005