La ciudad de Túnez transmite la tradición abierta del Islam. Esencias de jazmín y azahar en los bulliciosos zocos de la dulce capital mediterránea. Su medina es una mezcla irrepetible de arquitectura árabe y otomana, y la mezquita de Zituna abre sus puertas al visitante.
Desde su pequeño enclave territorial atrapado entre el gigante argelino y el mar, Túnez destila mezcolanzas mediterráneas, promiscuidades culturales. No son pocos los tunecinos que se enorgullecen de su origen andalusí (los tunecinos se enorgullecen de casi todo, y es cierto que los Tarifa o El Andolsi menudean), pero el melting pot intercultural no acaba ahí. A cartaginenses y romanos se sumaron con el tiempo árabes, turcos, españoles, italianos y franceses que enriquecieron aún más si cabe la idiosincrasia bereber. Esto es muy palpable en la medina de la capital, una de las más bellas del mundo islámico, Patrimonio Mundial por la UNESCO y en plena efervescencia restauradora. Un buen plano o un guía oficial permitirán bucear por este tupido entramado de arquitectura árabe y otomana, rodeado del bullicio colonial de la avenida Habib Bourguiba.
Túnez destila mezcolanzas mediterráneas, promiscuidades culturales.
Hassan ibn Noman, tras su victoria sobre Cartago en el siglo VII, eligió este espacio entre lagos como capital del nuevo gobierno musulmán, que habría de conocer diversas dinastías árabo bereberes: aglabí, fatimí, zirí, almohade y hafsí, hasta que en 1574 pasó a manos turcas. Pero antes, la ciudad que León el Africano había definido como “una de las singulares y magníficas ciudades de África”, se convirtió en el capricho del pirata turco Barbarroja y su hermano, quedando bajo protectorado español 1534, tras una aguerrida defensa al mando de Carlos V. Y así, tras sucesivos escarceos bélicos entre turcos y españoles, y tras la derrota de Juan de Austria, la ciudad natal de Ibn Jaldún pasó definitivamente a formar parte del imperio otomano hasta finales del XIX.
La mezquita Zituna
En el siglo XIII se fundó la que sería Mezquita Grande: la Zituna (aceituna), reformada a lo largo de los siglos, y en la que estudió lo más selecto de la jurisprudencia y la teología. Hoy, este bello templo en el corazón de la medina está abierto al público no musulmán por la mañana hasta la oración del doher (Túnez se jacta de mostrar una visión flexible y abierta del Islam). Desde el patio se observa el liwan, o sala de oraciones, envuelta en un luminoso silencio y que forma un sobrio escenario de arcadas blancas que curvan el espacio, y en el que la falta de figuraciones fomenta la meditación y la abstracción cosmogónica. En torno a la mezquita se ubican la Biblioteca Nacional y las medersas, o residencias gratuitas para los estudiantes, existentes en Oriente desde el siglo X. Las del Palmier, al Bachya y As Slimaniya datan del siglo XVIII, en época otomana. Hoy algunas de estas medersas, o madrazas, sirven como centros de formación, y otras están en restauración por el Instituto Nacional de Patrimonio, que le está dando un nuevo lustro al rico patrimonio tunecino.
En torno a la Zituna, surgió el resto de la ciudad en la más pura tradición árabe. Como una caracola o una espiral, se fue extendiendo en forma palacios, escuelas, fondas, baños públicos y zocos. Así surgió el de los perfumistas, o attarín, el de los tejidos, los zapateros, los orfebres, las mujeres, aún hoy existentes y llenos de color local y animación a la carta: en catalán, andaluz, francés o italiano. Eso sí, pese a su talante indudablemente comercial, los vendedores no apabullan ni se ofenden cuando no se compra (la falta de miseria no les obliga a ello).
En torno a la mezquita se ubican la Biblioteca Nacional y las medersas, o residencias gratuitas para los estudiantes, existentes en Oriente desde el siglo X.
La intimidad y la calma de las callejas de la medina contrastan con la vivacidad de los zocos, lo más frecuentado por los turistas. Un hervidero de vida ordenado y sistemático, a veces techado mediante bellas bóvedas con lucernas. Babuchas bordadas a lo mil y una noches, esencias naturales de jazmín y de azahar (extraordinarias las que se venden justo enfrente de la Zituna), filigrana en oro, objetos en latón, cerámica, madera y hueso labrado. También se conservan algunos cafetines como el de Ezzitouna, que parecen sacados de El Cairo de Naguib Mahfuz, y en los que los feligreses, todos masculinos, le dan a la shisha (narguile) ante un vaso de té, como si el mundo entero los estuviese esperando. Pero no hay que confundirse. Si los cafés y restaurantes populares de la medina están atestados de varones, no así sucede con las cafeterías de la ciudad moderna, frecuentadas por mujeres de toda edad, sin hiyab, vestidas de vaqueros y fumando como chimeneas. Y es que, contrariando el tópico, la mujer tunecina cuenta con un ministerio propio y un estatuto personal equivalente al de cualquier país occidental.
Geometría de la Medina
Desde las numerosas azoteas que dominan la medina, como la de la célebre Maison d’Orient, centro de artesanía, se aprecian las dimensiones y la morfología de esta maraña urbanística. Sobre el blanco desvaído de las viviendas y entre paños de azulejos y rejerías alambicadas despuntan los alminares de las numerosas mezquitas históricas. Los de planta cuadrada delatan un origen árabe, mientras que los octogonales, más estilizados, son otomanos. Al principio del siglo XVII, los gobernantes turcos quisieron marcar territorio con un nuevo templo, el de Youssef Dey en pleno barrio turco, pero además, levantaron la mezquita de los Tintoreros, y la de Mahmoud Pachá. Ambas denotan una clara influencia italiana en el uso de la marquetería de mármol, los capiteles y columnas y las portadas en piedra caliza. Y es que no eran pocos los italianos que entonces trabajaban en el país magrebí. Si deseaban acceder a los puestos más relevantes de la administración o el comercio abrazaban el Islam, y se los conocía como los Renegados, categoría a la cual pertenecía el padre del propio sultán Mahmoud Pachá.
Un mar de cúpulas blancas y cubiertas de escamas cerámicas verdes, y algunos tejados a cuatro aguas, delatan las salas de estas mezquitas y los mausoleos. El Tourbet el Bey, recientemente rehabilitado, es el mayor de ellos. En esta superposición fascinante de salas y cúpulas cubiertas de escamas verdes como la piel de un lagarto ocelado descansan los despojos de los príncipes hussayníes, contradiciendo la ortodoxia musulmana, que desaconseja enterrar bajo mausoleos. Está erizado de tumbas de mármol alineadas como jenízaros en filas, ricamente decoradas con epigrafía árabe y bajorrelieves italianizantes. Los cipos están rematados no por cruces, como es natural, sino por turbantes o chechías (fez), también labrados en mármol.
Un mar de cúpulas blancas y cubiertas de escamas cerámicas verdes, y algunos tejados a cuatro aguas, delatan las salas de estas mezquitas y los mausoleos.
Y ya fuera de la medina y sus secretos, el visitante de pronto respira la holgura vital del barrio francés y la avenida Habib Bouguiba, entre terrazas, comercios de toda clase, fachadas art nouveau y art déco y embajadas extranjeras. Para amenizar el conjunto, despunta con insolencia monumental la catedral neo bizantina levantada por los franceses y algún edificio de estilo racionalista autoritario. Pero, si se decide enfilar el litoral hacia el norte, lo que surge es la belleza radiante y balsámica del golfo de Cartago y ese azul intenso mediterráneo que han robado puertas, ventanas y rejas de la ensoñadora localidad de Sidi Bou Said.
Publicado en El Viajero (El País), el 22 de abril de 2006.