El sufismo hace referencia a los esfuerzos de internalización de la revelación coránica, la ruptura con la interpretación religiosa puramente legal y el deseo de revivir la experiencia íntima del Profeta Mohammed en la noche del Mî’râj: la ascensión para recibir las prescripciones de Dios en los cinco rezos.
El objetivo último del sufí es identificar su voluntad con la voluntad de Allah, para llegar a ser, en cuerpo y alma, un lugar para la manifestación divina. Es un camino ascético, a través del cual la lucha contra las pasiones, con la ayuda del corazón, conduce al éxtasis a través de la unión con Dios, basada en el amor mutuo mencionado en el Corán.
La concepción etimológica generalmente aceptada relaciona la palabra Sufí con el término árabe sûf, que significa lana. La palabra hace referencia a la costumbre de algunos hombres religiosos de utilizar vestimentas de lana blanco y un abrigo, sin portar referencias a la doctrina espiritual que distingue el sufismo en el islam. Es probable que esta ropa de lana estuviese ya relacionada con la espiritualidad en tiempos pre-islámicos, en la Arabia Felix y en otros lugares.
El sufismo y la purificación interna
El sufismo no es una escuela teológica y legal a añadir a las cuatro escuelas existentes (malikí, shafi’í, hanafí y hanbalí). Tampoco es un cisma. Es una concepción esotérica de la relación de los hombres con el mundo y con la entidad divina. Es un método de desarrollo interno, de equilibrio, y una fuente de fervor basada en la experiencia transformadora. Es el amor infinito de Dios y la realización de este amor a través de la purificación interna.
Esta búsqueda de la verdad, regada de esfuerzos y dudas, requiere una iniciación y una renuncia a todo aquello que no es Dios. El objetivo del enfoque esotérico espiritual es alcanzar la fusión con Dios. Con este fin, el iniciado lleva a cabo una introspección interna. Se trata de una devoción internalizada que implica el respeto de una serie de reglas y rituales estrictos combinados con experiencias individuales.
Lejos de ser una vulgarización del islam, el sufismo es una escuela de tremenda humildad, tolerancia sin límites, y una solidaridad activa. Es la experiencia última de unión con Dios. El tasawûf es, así, la marcha decidida de un grupo de gente privilegiada (jasa) en la adoración de Dios, movido por su gracia para vivir por y para él conforme al Corán y la Sunna, meditada, experimentada e internalizada.
El sufismo es el camino del amor y el conocimiento. Tiene una doble dimensión:
- El amor de Dios es la culminación del conocimiento (ma’rifa) que conduce a la revelación del misterio (jasf) (de acuerdo con el poeta persa al-Hallah [858-922] y Rumi, poeta persa y erudito del islam (1207-1273]).
- La manifestación del sufismo a través de medios externos, como: los estudios, el rezo, las reglas, las abluciones, la purificación, la recitación (dikr), la autocrítica, la verdad, la pobreza, la renuncia, etc. (de acuerdo con Ibn ‘Arabi, al-Junayd, místico persa [830-910]).
¿Quién fue Ibn ‘Arabi?
Entre los másteres sufíes más prominentes encontramos a Ibn Arabi, nacido en Murcia, al-Ándalus, en 1165, en el seno de una familia aristócrata de eruditos e intelectuales. En 1185, tras recuperarse de una grave enfermedad, abandonó su carrera literaria e inició una retirada mística durante nueve meses, bajo la dirección de su maestro espiritual al-Urayni, originario de la región de Portugal. Enseguida abandonó su vida acomodada para seguir el camino profético, que lo enriqueció espiritualmente a través de más de veinte años de una vida espiritual marcada por abrumadoras visiones extáticas. Su camino espiritual le condujo a través de todo el territorio andalusí, luego al Magreb, en busca de conocimiento y enseñanza.
En el año 1200, Ibn ‘Arabi abandonó al-Ándalus definitivamente y partió hacia el Este. Este místico y poeta excepcional recorrió miles de kilómetros, de La Meca a Anatolia, produciendo, al mismo tiempo, un trabajo espiritual de dimensiones colosales y rica textura, que marcó para siempre el islam universal.
Entre 1202 y 2014, viajó a La Meca, después de visitar Egipto y los templos de Jerusalén y Hebrón. Escribió “El intérprete de los deseos” (dîwân, torjumân al-ashwâq), en memoria de Nizam, la hija del cheij que los acogió en La Meca. Entre 1203 y 1233, escribió su obra “Las conquistas espirituales de La Meca” (Kitâb al-futûHât al-Makkiyya), cuyo manuscrito original se conserva aún intacto. En 1204, recibió la iniciación del maestro sufí Ali ben Abd Allah ben Djami en Mosul, y escribió “El libro de las Teofanías” (Kitâb at-tajalliyât al-ilâhiyya). Finalmente, se asentó de manera permanente en Damasco en 1224, donde escribió su obra “Los engarces de la sabiduría” (Kitâb fusûs al-Hikam) en 1229.
Ibn ‘Arabi representa la tradición sufí en toda su pureza, originalidad y espiritualidad. Este gran místico consideraba que el elemento principal de la existencia mundana era el lugar ocupado por el Creador en la vida de cada individuo y sus múltiples manifestaciones divinas. Ibn ‘Arabi es conocido en la tradición sufí como el “Gran Maestro” (al-cheij al-akbar). Es el filósofo que mejor teorizó sobre la unicidad de Dios (tawhîd), reconociendo la presencia divina en cualquier forma y bajo cualquier aspecto. Para referirse a sí mismo, afirmo:
“No soy ni un profeta ni un emisario, soy simplemente un heredero, alguien que ara y siembra el campo de la vida futura”.
A pesar de ello, Ibn ‘Arabi se otorgó la capacidad de convocar a los profetas dentro del mundo de las “presencias imaginarias”, considerándose a sí mismo como un igual de los respetados Emisarios de Dios (ar-rusûl).
Una referencia importante en el sufismo, Ibn ‘Arabi basó sus enseñanzas estrictamente en el Corán y en la tradición profética, la Sunna del profeta Mohammed. Los cinco pilares del islam, la antología temática de su obra maestra “Las revelaciones de La Meca”, presentó el significado interno de las fundaciones de la religión islámica: la profesión de la fe, el rezo, el ayuno, las ofrendas rituales, y la peregrinación. Una obra que ilustra cómo, más allá la búsqueda de poder y el conocimiento, son posibles otras visiones del islam, basadas en la humildad y la pureza, las cuales pueden ser más gratificantes.
Las obras de Ibn ‘Arabi
El legado de Ibn ‘Arabi es amplio y variado. Un investigador sirio, Osman Yahia, cifra sus obras en 856.550, de las que 2.917 manuscritos han llegado hasta nuestros días. Cuarenta de ellos han sido traducidas a distintos idiomas hasta la fecha.
Entre sus obras principales cabe destacar: “Las conquistas espirituales de La Meca”, “El libro de las Teofanías” y “Los engarces de la sabiduría”.
“Las conquistas espirituales de La Meca” o Las seis etapas del viaje espiritual
El autor comenzó a escribir esta obra en 1203 y tardó treinta años en completarla. En su diseño inicial, la obra estaba compuesta por 560 capítulos, divididos en seis secciones.
En este libro, Ibn ‘Arabi muestra la unidad fundamental de las leyes sagradas (la unidad trascendental de las religiones), y cada una de ellas comprende una parcela de verdad. La diversidad de las religiones es consecuencia de la diversidad de relaciones con Dios en el mundo.
Las seis secciones principales de las revelaciones de La Meca son:
1) Las doctrinas, se compone de 73 capítulos. Desarrolla los aspectos metafísicos y cosmológicos esenciales que constituyen el punto de partida y el objetivo del itinerario espiritual.
2) Las prácticas espirituales son 116 capítulos. Se centra en la descripción del comportamiento. En capítulos dicotómicos, In ‘Arabi analiza el arrepentimiento y el abandono del arrepentimiento, la invocación y el abandono de la invocación, la sinceridad y el abandono de la sinceridad, y la certidumbre y el abandono de la certidumbre. El abandono es entendido siempre como una superación de lo abandonado, a pesar de la naturaleza positiva del estado alcanzado.
3) Los estados espirituales, 80 capítulos. Trata sobre la naturaleza transitoria de cualquier estado espiritual que puede ocultarse a través de una sucesión de estados con alguna similitud. Ejemplos de ello son la sobriedad, la dilatación o la permanencia.
4) Las residencias espirituales, 114 capítulos. Trata de los lugares sobre los que se produce el descenso de Dios sobre los individuos, en niveles de conciencia cada vez más superiores.
5) Confrontaciones espirituales, 78 capítulos. Es el encuentro a medio camino entre Dios y el hombre, y el punto exacto en que se produce la descendencia divina y el ascenso del ser.
6) Las estaciones espirituales contiene 99 capítulos, una cifra idéntico al número de nombres de Dios (Asmâ’ Allah al-Husnâ). Estas estaciones solo existen a través de la realidad material de aquel que permanece allí.
Sin embargo, la concepción de una escalera por la que cualquiera puede subir los peldaños en su ascenso hacia Dios es errónea. Los peldaños de la escalera sólo aparecen cuando el aspirante se apoya en ellos, y su distribución varía según las predisposiciones de cada uno. Es por eso que la jerarquía y el número de estaciones puede variar de un autor a otro. Estos peldaños representan grados cada vez mayores de conciencia, en los que cada estación tiene un estado y un conjunto de expresiones espirituales.
Esta distintas partes están organizadas orgánicamente: Ibn ‘Arabi despliega las fundaciones doctrinales (Ciencia de las Letras) que considera necesarias para que el sufí ascienda a lo real. Este es el aspecto teórico de su visión del Ser. Tras esto se mueve a las prácticas que el peregrino debe seguir para su desarrollo espiritual y su perfeccionamiento personal. Describe los estados por los que debe pasar el sufí y los acontecimientos a los que debe enfrentarse en su ascenso.
Luego llegan las residencias espirituales, aquellos lugares sobre los que Dios ha dejado huellas de su presencia en esta tierra de exilio y sufrimiento. El sufí se detiene en estas residencias durante algunos momentos fugaces, encontrando consuelo en ellos.
Reanudando su ascenso, el caballero espiritual se mueve hacia la confrontación, el encuentro del alma con su pareja, que no es otro que la gran lucha que todo hombre debe llevar a cabo para conquista el castillo del alma y el paraíso perdido.
Por último, el sufí alcanza las esferas más altas de su ser, el último estado de la perfección, en el que finaliza la peregrinación y la existencia llega a su fin.
Esta obra se basa, por tanto, en las cuestiones humanas de su ascenso espiritual y deja poco espacio a la teología.
“El libro de las Teofanías” o el concepto de los espejos epifánicos
Esta obra fue escrita en Mosul, a finales del año 1204. En ésta, Ibn ‘Arabi desarrolla su principal idea, la unicidad de Dios. Sus postulados se desarrollan a través de un diálogo imaginario con los grandes maestros espirituales orientales que le precedieron.
Puesto que existe una unidad en el plano de lo divino, necesariamente debe existir una unidad en el plano del Ser. Pero, entonces, ¿cuál es el estatus existencial de todo aquello distinto de Dios? Ibn ‘Arabi responde: estos son los lugares de presencia del Ser, las formas en las que lo divino manifiesta su existencia, o, si tomamos como ejemplo la imagen favorita de Ibn ‘Arabi, unos espejos epifánicos en los que se refleja la gloria del Ser, desde la materia prima al intelecto superior.
La multiplicidad de los seres creados – que constituyen los lugares epifánicos del Ser – en ningún modo alteran la unidad trascendental del Ser en sí mismo. Lo Divino se manifiesta en diferentes formas teofánicas, y es posible una aproximación mutua entre Dios y el hombre.
“Los engarces de la sabiduría” o la sabiduría de los Profetas
Concebido en Damasco en 1230, esta obra presenta la vida e historia de 27 profetas bíblicos citados en el Corán, de Adán hasta Mohammed. Esta misteriosa obra ha generado grandes controversias y reacciones violentas en el mundo del pensamiento islámico, desde su publicación hasta la actualidad.
De hecho, la actitud que Ibn ‘Arabi adopta es simple, pero atrevida. A través de ella ilustra su doctrina del monismo, que puede resumirse de la siguiente forma: si la presentación de los profetas en el Corán aparece como una interpretación religiosa temporal, la presentación de estas mismas figuras en la obra de Ibn ‘Arabi aparece como una interpretación ontológica, es decir, que el autor los aborda como realidades metafísicas y no como realidades históricas y religiosas. Cada mensaje profético constituye una expresión particular de la sabiduría divina.
A modo de conclusión
La labor de Ibn ‘Arabi no es fácil de comprender. En primer lugar, debido a su volumen. En segundo lugar, debido a su dificultad: apoyándose en filósofos griegos (especialmente en Platón, lo que le ganó el apodo de Ibn Aflatûn, “hijo de Platón”) y de lecturas contemporáneas de los mismos, de poetas místicos y de obras teológicas, su obra contiene multitud de referencias y, a menudo, adopta la forma de puzles que el lector debe resolver. Los propios títulos de sus obras son más poéticos que filosóficos, por ejemplo, Mawaqi’ an-Nujûm o “El libro del descenso de los astros”.
Ibn ‘Arabi dentifica tres modos de acceso a Dios. El primero es la sharia, que consiste en aplicar literalmente los preceptos desarrollados en el Corán, la Sunna y el Hadiz. Es el método más común, el menos difícil, pero también el menos satisfactorio, ya que uno solo adquiere un conocimiento indirecto de Dios, y no es hasta la muerte que adquiere un conocimiento directo. La vía de la Haqîqa, la verdad metafísica, es la de los filósofos que tratan de comprender las causas y efectos. Finalmente, la vía de la tarîqa es el camino espiritual y esotérico, el único que puede conducir a la “realización de la Verdad en el corazón del creyente”. Esta vía mística no es estrictamente irracional para Ibn ‘Arabi, precisamente porque permite que la mente escape de sí misma, que trascienda la razón carnal (nafs) y sus límites, para llegar a Dios.
Los grandes filósofos médicos (Ibn Rochd/Averroes, Ibn Sina/Avicena, Maimónides) estudiaron los fenómenos como una forma de conocer a Dios, combinando, así, ciencia y fe. Ibn ‘Arabi recoge esta herencia y le da una vuelta: Dios creó el mundo y se manifiesta en todas las criaturas. “El mundo es un espejo para Dios”, escribió. Es por ello que Ibn ‘Arabi no se opone al enfoque científico de Averroes (contrariamente a lo que hace al-Ghazalî), pero considera que éste es incompleto, situándose en la categoría de Haqîqa. El creyente perfecto ya no es el que busca explicar el fenómeno para comprender mejor a Dios, sino el que entiende que el mundo sólo es un espejo, y que los fenómenos son sólo reflejos de Dios. Mientras que el filósofo estudia las obras de Dios, el místico “ve a Dios trabajando”, afirmó Ibn ‘Arabi.
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