Progreso y desarrollo son términos utilizados habitualmente para justificar las destrucciones patrimoniales y medioambientales producidas por la sociedad industrial, y en otro tiempo no habrían llamado la atención aplicadas al caso de Hasankeyf y la presa de Ilısu. En nuestra época de colapso climático, sin embargo, adquieren un aire trasnochado de consecuencias catastróficas. Situémonos: estamos en la Alta Mesopotamia, en el este de Turquía, a escasos kilómetros de las fronteras de Iraq y Siria. Hasankeyf es un pueblo de tres mil habitantes a orillas del río Tigris. Como casi todo en esta región —escenario, según la leyenda, del paraíso terrenal y del paso de Noé—, Hasankeyf tiene un origen varias veces milenario y la huella de todas las generaciones que lo han habitado, desde los hurritas de la Edad de Bronce a los kurdos actuales. El topónimo Hasankeyf es una mezcla del árabe hisn, «fortaleza» y el siríaco kefa, «roca», debido a las cerca de seis mil cuevas excavadas en los acantilados que flanquean el paso majestuoso del Tigris.
Hasankeyf está a punto de desaparecer. Las demoliciones han comenzado y en un par de años todo quedará anegado bajo el agua de una presa descomunal.
Hasankeyf está a punto de desaparecer. Las demoliciones han comenzado y en un par de años todo quedará anegado bajo el agua de una presa descomunal. La historia comenzó en los años cincuenta, los tiempos del desarrollismo y los megaproyectos que tantas huellas dejaron, también en España, y cuyos efectos medioambientales no comenzaron a ser comprendidos sino décadas más tarde. En los años setenta, el Proyecto del Sudeste de Anatolia (Güneydoğu Anadolu Projesi, GAP) concretó la construcción de dos presas: la de Ilısu, ya concluida, que es la que destruirá Hasankeyf, y la más pequeña de Cizre, que aún está en ejecución. Cuando, tras varios parones y leves avances, comenzó a construirse la presa de Ilısu a finales de los noventa, los tiempos del desarrollismo manu militari estaban empezando a quedar atrás y el proyecto hubo de hacer frente a las protestas de los habitantes afectados (en Turquía y aguas abajo, en Iraq) a las campañas ecologistas y, lo que era más grave, a las reticencias de los financiadores internacionales. El Reino Unido retiró en el año 2000 la ayuda prevista y dejó el proyecto paralizado hasta 2006, cuando se puso la primera piedra gracias a un jugoso compromiso de financiación por parte de Suiza, Alemania y Austria. Sin embargo, en 2008 dicha ayuda fue suspendida cautelarmente en tanto no se cumplieran una serie de garantías medioambientales, lo que no llegó a ocurrir nunca.
Las cortapisas internacionales, unidas al carácter regionalista o nacionalista que adquirían a menudo las protestas de los habitantes locales (no olvidemos que estamos hablando de Kurdistán y de un contexto de violencia armada), más que llevar a un replanteamiento del proyecto tuvieron el efecto contrario: el de presentarlo como un empeño patriótico y una prueba de fortaleza del Estado turco frente a las presiones externas e internas. Hay que recordar, también, que la posesión del agua es uno de los elementos centrales de la geoestrategia de Oriente Medio y el GAP, que afecta al curso alto del Tigris y el Éufrates, se ha revelado como un formidable elemento de coacción sobre los países vecinos, Siria e Iraq. Con estos mimbres, parece comprensible la actitud de orgullosa resignación que percibimos hace unos años al visitar Hasankeyf. Como si, a pesar de las pancartas incitando a la protesta y la resistencia, el pueblo fuera consciente de tener muy pocas posibilidades frente a una más de las muchas violencias que ha sufrido la región desde la constitución del moderno Estado turco y, en consecuencia, estuviera despidiéndose de sí mismo.
En 2019 se ha concluido la presa, de casi dos kilómetros de ancho y 130 metros de alto, y ha comenzado a llenarse. Un nuevo Hasankeyf de chalets y bloques de pisos ha empezado a recibir a los habitantes realojados, al menos a aquellos que han aceptado permanecer en la zona y no han optado por el éxodo definitivo. En la ciudad de nueva planta, un llamado «parque cultural» exhibirá algunos restos arrancados al viejo pueblo, como el morabito de Zeynel Bey, que fue trasladado con mucha ceremonia en 2017, de una pieza; la zawiya del Imam Abdullah, con la que se hizo otro tanto en 2018, así como una parte de la mezquita aljama de época ayyubí.
Cuando comenzó a construirse la presa de Ilısu a finales de los noventa, los tiempos del desarrollismo manu militari estaban empezando a quedar atrás y el proyecto hubo de hacer frente a las protestas de los habitantes afectados a las campañas ecologistas y, lo que era más grave, a las reticencias de los financiadores internacionales.
El discurso oficial habla de progreso, energía eléctrica y puestos de trabajo. Incluso del atractivo turístico que puede suponer bucear por una ciudad sumergida. Sus detractores, en cambio, recuerdan los efectos desastrosos que han tenido, en la región, otros proyectos faraónicos de alteración drástica del medio natural, y que en el caso de la presa de Ilısu ya se han dejado sentir a mil kilómetros río abajo, en Iraq. Desarrollismo, megalomanía e ingeniería social: una pervivencia de otra época que adquiere a estas alturas tintes de revival dramático.