Ahora que, afortunadamente, se ha impuesto el alto el fuego en Líbano con la clara derrota de Israel, debemos de permanecer alertas. Hoy mismo las noticias anunciaban nuevos ataques a Gaza, nuevas víctimas civiles palestinas. No permitamos que se perpetúe la ocupación y la barbarie.
En estas circunstancias nos parece oportuno reproducir este artículo publicado el 7 de agosto en El País por Federico Mayor Zaragoza, Presidente de la Fundación Cultura de Paz, Co-Presidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones, y colaborador de la Fundación de Cultura Islámica.
En nombre de los niños muertos
Un día y otro y otro… hasta hacerse rutina y dejar, por tanto, de ser noticia: niños muertos como “efectos colaterales” de las acciones bélicas, de los “asesinatos selectivos” de Israel, de las reacciones terroristas de las milicias palestinas o los cohetes de Hezbolá. Niños muertos en Irak por los “insurgentes”, por las fuerzas armadas propias o invasoras… ¿Cómo podríamos, por fin, detener la locura de la guerra e iniciar el siglo XXI sustituyendo la fuerza por el diálogo? Las emociones que he sentido y observado frente a la imagen de una niña acribillada me ha hecho pensar que quizás sólo invocando a los niños muertos podría lograrse que todos, de un lado y otro, de una y otra creencia e ideología, estarían dispuestos a deponer las armas y sentarse alrededor de una mesa para intentar hallar soluciones pacíficas a sus conflictos.
En nombre de los niños muertos… pensando que podrían ser los nuestros. Quizás sólo así es posible que la sed de venganza, la animadversión, el rencor y el odio cedan espacio y voluntad a la conciliación. Sólo así las turbias manos que empujan la inmensa maquinaria bélica comprenderían que su tiempo ha terminado, que ya hemos pagado – en víctimas y divisas – el precio terrible de la guerra.
En nombre de los niños muertos… pensando que podrían ser los nuestros.
En nombre de los niños muertos: hace unos días, “Save the Children” publicaba que en la actualidad hay 50 millones de niños afectados por conflictos armados. Y UNICEF, informaba sobre los miles que mueren diariamente de hambre, de desamor, de olvido. ¿Serán estas cuentas, estos datos, el recuerdo horrendo de niños esqueléticos o destrozados por la metralla los que podrán movilizar a la gente, abriéndole los ojos y propiciando resueltamente la acción?
Acostumbrados a aceptar resignadamente “lo que pasa”, atemorizados y esperando “a ver qué hacen” (los gobernantes, las instituciones nacionales e internacionales…) solemos despertar de nuestro letargo únicamente cuando sucede algo realmente excepcional. Entonces la reacción está a la altura de la dignidad humana, del destino común. Y miles y miles ofrecen ayuda generosamente y otros –con las manos embadurnadas de “chapapote” del Prestige, facilitando los primeros auxilios a los damnificados del huracán Mitch o del tsunami del Índico- nos dan la medida de la solidaridad humana, de la capacidad de abnegación y desprendimiento. Y nos llenamos otra vez de esperanza.
Ha llegado el momento de no descansar. De no ser espectadores hasta que otro aldabonazo nos incite a saltar al escenario. Presencial o virtualmente, tenemos que movilizarnos para proclamar un NO rotundo a la guerra, a la violencia. Y reclamar la rápida interposición de “cascos azules” y, todos sin excepción respetando la tregua, empezar a construir la paz bajo la tutela de las Naciones Unidas.
Transitar desde una cultura de imposición y fuerza a una cultura de conversación y entendimiento es más desacostumbrado que difícil. Porque desde hace siglos nos hemos dejado guiar –insisto siempre en ello– por una recomendación perniciosa aunque muy apreciada (en todas las acepciones) por los grandes consorcios armamentísticos: “Si quieres la paz, prepara la guerra”. Y, como es lógico, hacemos aquello para lo que estamos preparados… dando la vida con frecuencia por causas bien ajenas a las nuestras. No estamos acostumbrados a la paz, a construir la paz, a hacer la paz, las paces. Quizás si pensamos en los niños muertos seremos capaces de vencer la inercia de tantos años belicosos y beligerantes y nos incorporaremos a la construcción cotidiana de la concordia, de la paz.
Transitar desde una cultura de imposición y fuerza a una cultura de conversación y entendimiento es más desacostumbrado que difícil.
Al iniciarse un proceso de paz, a veces interrumpido y casi siempre discurriendo por caminos tortuosos, he pensado en los centenares o miles de víctimas que se hubieran evitado si hubieran decidido –teniendo presentes a sus hijos– sentarse a dialogar mucho antes. Cuanto más pronto, mejor, auxiliados por una Comisión de Conciliación que, dependiente del Secretario General de las Naciones Unidas, debería hallarse permanentemente disponible. Es un sentimiento agridulce, porque este pesar ha ido siempre acompañado de la expectativa de que la andadura que comienza llegará un día a buen destino.
Convivir en paz
Israelíes y palestinos decidieron vivir juntos pacíficamente. Recuerdo cuando, en noviembre de 1987, visité a Yasser Arafat en la OLP cobijada en Túnez. “Debemos aprender a vivir juntos”, repitió. Unos meses después Shimón Peres me decía con su contundente voz en Tel-Aviv: “No hay otra opción: convivir en paz”. Luego me reuní varias veces con Isaac Rabin. Era el que más decididamente promovía los Acuerdos de Oslo, incluida la co-capitalidad de Jerusalén. Se avanzaba en el proceso… hasta que, un día aciago, una mano asesina le segó la vida. Como a John y Robert Kennedy. Como a Anwar El-Sadat. Murió hablando de paz, no haciendo la guerra. En el recinto de la UNESCO en París, ubicamos la Plaza de la Tolerancia Isaac Rabin, con el monumento –olivo del gran escultor israelí Dani Karavan. Ojalá un día no muy lejano se pose en las ramas de su olivo la paloma de la paz que tanto anheló y procuró.
La inmensa mayoría de los palestinos y de los israelíes desean vivir en paz. Una sola condición: que todos los seres humanos valgan lo mismo. Esta radical igualdad en dignidad es el único requisito para la convivencia. En el hospital Haddasa, en Jerusalén, en una de mis visitas, alguien preguntó al Director, en el departamento de neurología: “Aquella mujer a la que están tratando allí es palestina, ¿verdad?”. El director respondió: “No sé. Aquí todos son pacientes”.
Pues bien: todos iguales. Toda vida, toda muerte, el mismo valor. Para garantizarlo, unas Naciones Unidas reforzadas y dotadas de los recursos humanos, financieros y técnicos necesarios. Es la mejor garantía de futuro. Ya está claro que un grupo de países – G7 o G8 – no puede encargarse de la gobernación del mundo. Y menos todavía, un poder hegemónico. Todos son necesarios, en cambio, para asegurar la eficacia del multilateralismo.
La inmensa mayoría de los palestinos y de los israelíes desean vivir en paz. Una sola condición: que todos los seres humanos valgan lo mismo.
Ahora, ahora mismo, en nombre de los niños muertos, de los que se están matando o muriendo, parar de inmediato esta locura de los unos, de los otros y de los de más allá.
Cesar todo acto de violencia para detener esta infernal espiral de acción y reacción. “Los pueblos”, a los que alude la Carta en la primera frase de su preámbulo, no deben permanecer silenciosos por más tiempo, ni conformados, porque se trata del destino común de sus descendientes. Bien mirado, todos los niños del mundo son nuestros niños. No hay distinciones ni preeminencias. Cada niño vale lo mismo. Vale todo. Y, como en el hospital de Jerusalén, los niños no tienen nacionalidad ni color de piel.
Cuando todos los llamamientos a la mesura y a la conciliación han fracasado, tengamos la valentía de pensar en los niños muertos y en los nuestros, para que no muera ni uno más. Hay que movilizarse todos, utilizando todos los medios a nuestro alcance. Que nadie permanezca de espectador. Que nadie siga callado. Si no actuamos, si las Asociaciones, ONGs, instituciones de la sociedad civil… no se implican decididamente y logran, en un gran clamor popular, parar la locura de la lógica de guerra –aunque les duela a los fanáticos, a los extremistas y a los que siguen beneficiándose de la ley del más fuerte– habremos defraudado a los niños que, sin saberlo, quizás confiaron en nosotros cuando les quitaron la vida.