Encanto colonial en la capital de Dukala
La ciudad nueva, que eso significa en árabe El Jadida, se está despertando. Su espléndido paseo marítimo y sus edificios art déco se han rehabilitado, y su ciudadela portuguesa fue declarada patrimonio de la humanidad en 2004. El general Lyautey la llamó la Deauville marroquí. El apelativo del artífice del Protectorado Francés en Marruecos no se corresponde con la realidad debido al abandono de El Jadida durante lustros, pero lo cierto es que la ciudad nueva está saliendo de su letargo a pasos apresurados.
Acurrucada junto al Atlántico, esta ciudad blanca se ha decidido a dejar atrás un pasado somnoliento para explotar sus encantos marítimos y arquitectónicos, que no son pocos. Una reciente rehabilitación de su bello paseo marítimo y sus jardines, y un incipiente lifting de sus edificios art déco de origen francés avalan su nuevo talante y sus deseos de atraer a un turismo de balneario nacional e internacional. El hecho de que a 20 kilómetros se encuentre el complejo industrial de fosfatos Jorf Lasfar, aglutinando a técnicos del extranjero y de medio reino, tampoco es indiferente.
Las grandes avenidas de palmeras de El Jadida, su majestuoso acceso a pie de playa y su zona residencial cuajada de chalecitos art déco y racionalistas, en el Plateau, hablan de ese pasado colonial, cuyo máximo exponente se encuentra en el centro, en los elegantes edificios blancos de Correos, el teatro y otras dependencias oficiales. Pero es tal vez la ciudadela renacentista portuguesa lo que más interés suscita, en su promontorio dominando las brumas atlánticas y el puerto.
Y es que, lejos de ser nueva, la ciudad fue conocida por el almirante cartaginés Hannon, el primero en mencionarla en 650 antes de Cristo. Ptolomeo también se refirió al puerto de Rusibis, que se corresponde con la actual localidad, pero a quien más debemos su fisonomía actual es a los portugueses, que ocuparon parte de la costa atlántica y fundaron la ciudadela en 1506, fortificándola posteriormente.
Una gran colonia judía
La llamaron Mazagan, y pronto se convirtió en una próspera plaza y en un importante puerto comercial. Fue recuperada por el sultán marroquí Sidi Mohamed ben Abdalá en 1769, y tras su abandono durante más de un siglo, el sultán Muley Abderrahman decidió restaurarla en 1832 bautizándola como El Jadida. La ciudadela albergó entonces una importante colonia judía, convirtiéndose en mellah (ciudad judía).
En la actualidad se conservan en buen estado sus murallas y bastiones de estilo renacentista primitivo, y una cisterna del gótico tardío, así como la iglesia de la Asunción, de estilo manuelino. Aunque muy deteriorados, también permanecen una iglesia española y un puñado de viejos y señoriales palacios renacentistas, hoy vacíos u ocupados por gentes sencillas venidas del campo.
Lo único que se puede visitar es la cisterna portuguesa. Levantada en su origen como almacén, se convirtió pronto en aljibe. Es una amplia construcción subterránea cubierta de bóvedas sostenidas por cinco hileras de pilares de piedra. Olvidado durante años y redescubierto por casualidad en 1916, este lugar es sorprendente por su silencio y el misterio que emana de sus piedras rezumantes. Fue utilizado por Orson Welles para ambientar algunas escenas de Otelo.
Desde los bastiones del Ángel, San Antonio y San Sebastián, las vistas atlánticas son dilatadas e insuperables. Y en las callejas, la vida vecinal sigue su curso ajena a la modernidad, con mantas que escapan de la humedad oreándose al sol, olores a puchero, chiquillos correteando y mujeres con bandejas de pan sobre la cabeza de camino al horno. La Mezquita Grande, con sus ricos aleros de canecillos labrados, deja entrever una sala de oración acogedora, y las dos zawiyas (escuelas de sufismo), Tiyanía y Derkauiya, emanan espiritualidad y sosiego.
Paseo marítimo
Fuera de este reducto de paz se sitúa el puerto pesquero, que vibra cada atardecer con sus barcos cargados de sardinas, lenguados, pescadillas y jureles. Junto a él, el paseo marítimo recién rehabilitado, con bancos que miran al mar e invitan a perderse en ensoñaciones, parterres de flores, primorosos chiringuitos con terraza discretamente habilitados a ras de arena, y espacios verdes tan evocadores como el jardín público. En él florecen dragos, araucarias y ficus que se codean con grandes esculturas en piedra caliza fruto de una exposición que en 2002 aunó obras procedentes de Polonia, Francia y Marruecos, entre otros lugares.
Por lo demás, es en la medina donde mejor se palpa la vida popular (no exenta de pobreza), con sus innumerables tienduchas, sus zocos alimentarios que huelen a hierbabuena y a sardinas asadas, sus quisariyas o mercadillos cubiertos dedicados a la última moda en zapatillas deportivas y en hiyabs (velos), sus barberos decimonónicos, y ese batiburrillo de bicicletas y viandantes que abarrota las esquinas. Y luego está la vida estudiantil, que atesta las calles y el paseo marítimo al atardecer llenándolos de motos y jóvenes escolares que lucen palmito vestidos de vaquero, usan gomina, pelos rasta, zapatillas deportivas, atuendos surferos y toda la parafernalia actual.
Para los más maduritos, El Jadida reserva el atractivo del hipódromo nacional y el haras, o acaballadero, con magníficos ejemplares árabes, todos ellos fibra y elasticidad. Las actividades hípicas están, pues, garantizadas, lo mismo que la práctica del golf y del windsurf. Pero el municipio también tiene reputación por la cría y amaestramiento de halcones para cetrería, lo mismo que por la confección manual de tejidos tradicionales de lana. Unos cuantos hoteles agradables en la medina y frente al mar y alguna casa rural aseguran el alojamiento. Mientras que para los ávidos de playas intocadas, el sueño se llama Haouzia, a pocos kilómetros de la población. La soledad, el estruendo sordo de las olas, la fronda que abraza las dunas y hasta la silueta de un viejo barco varado que apunta al cielo con su mástil oxidado procuran una sensación de libertad que sólo el proyecto de un próximo desarrollo turístico amenaza con perturbar.
Fuente: El Viajero (El País), 20 de enero de 2007
Fotografías: Inés Eléxpuru