Las ‘conciencias bienpensantes’ suelen sorprenderse cuando la pobreza, la mortalidad, la desnutrición infantil y el subdesarrollo aparecen de repente ante ellas a través de los medios, en particular las imágenes de televisión, o a través de las acciones de beneficencia. Esa sorpresa es debida, fundamentalmente, a la ignorancia del ‘otro’, de su malvivir, de su mal crecer y de su estagnación. Nadie nos enseñó quién es ese ‘otro’, a no ser aquella visión lejana que lo colocaba en situación de objetos de colectas en las que se veían a escolares con huchas de cerámica que representaban a negros, chinos, indios (no hubo ninguna con la imagen del árabe con turbante, que yo recuerde). En una ocasión, fui portador de una cabeza de africano.
El ‘otro’ era objeto de la caridad. Pero ignorábamos casi todo de él a no ser la transmisión de estereotipos que los colocaban en una cultura inferior, bárbara, a la que urgía borrar del planeta con fuertes dosis e inyecciones de la cultura occidental judeo-cristiana (ni siquiera de inspiración judeo-cristiana). Pronto olvidó Occidente que la civilización islámica y las culturas sajonas se encuentran en su misma base fundacional. Tal ‘forma de pensar’ es heredera directa de la cultura del Renacimiento, (lo que no me impide la admiración de su arte, arquitectura y música) heredera a su vez de la Cristiandad política medieval: todo arte y todas las culturas que no se enraícen en ese referente de la Edad Media eran consideradas como ‘bárbaras’ (por ejemplo, prácticamente hasta Picasso, el arte africano y civilizaciones tan importantes como la Dogón, eran calificadas de idólatras y tenían que ser destruidas).
Cruzadas e Inquisición
Las Cruzadas y la Inquisición (sobre las que Juan Pablo II reconoció explícitamente sus gravísimos errores) marcaron al imaginario colectivo y ayudaron a establecer no solamente una jerarquía de culturas, sino también una jerarquía biológica.
Nadie nos enseñó en la escuela a reconocer al ‘otro’ en nosotros mismos. A reconocer sus valores de civilidad, sus tradiciones y elementos definitorios culturales. Nadie nos enseñó a ir más allá. A tolerar y a superar la tolerancia. Nadie nos enseñó a aprender de ese «otro». Nadie nos dijo que nuestra propia existencia solamente tiene razón de ser con el ‘otro’ muy lejano de nuestro latir existencial. El sistema educativo falló. Y fallaron también las universidades y escuelas técnicas en donde la ‘cultura’ era la gran olvidada: mucho filología, muchas matemáticas, mucha anatomía, y pocos instrumentos culturales y mentales. Nos indujeron a creernos que éramos el ombligo del mundo. Y salíamos con nuestros títulos universitarios en el bolsillo dispuestos a ‘comernos’ el universo: soy abogado, soy ingeniero, soy médico… ¿Y qué?
Sí, ahora que estamos en el año conmemorativo, se podría decir con aquel brillante profesor de La Sorbona que fue Xavier de Navarra: «¿De qué sirve ganar todo el mundo si después pierdes el alma?». No lo dudó. Dejó París y se fue al Extremo Oriente a ‘conocer al otro’. (Aún hoy día hay universidades en Japón que en él se inspiraron y de las que salen altos cuadros, entre ellos diplomáticos japoneses, que no dejaron de ser shintoístas). Parafraseando al dicho popular, el título (es decir, un papel), hacía al monje y no el monje al título. Fuimos la consecuencia de una educación ‘en la disciplina’ (aquella célebre barrera entre ‘ciencias’ y ‘letras’) general. Se instruyó en instrumentos técnico-prácticos pero no se educó en los fundamentos de la diversidad cultural y en su conocimiento.
No hace mucho, un médico me decía que sus informaciones culturales le llegaban a través de aquella revista ‘Jano’, por cierto, de gran calidad, y de la ampliación que él hacía en sus tiempos de ocio. No nos formaron en el ‘espíritu’ de la multi-disciplinariedad. Siendo la cultura la ‘gran ausente’, el resultado fue la cerrazón en el interior de nuestras propias fronteras vitales. Con tal bagaje intelectual, la tentación de prepotencia y de ‘violencia simbólica’ hacia lo desconocido encontraba un abonado caldo de cultivo.
Cultura de paz
El forcejeo entre civilizaciones se ha definido más por una cultura de guerra que por una cultura de paz. Y para no referirme a los medievales, tomemos los ejemplos tan recientes de la colonización, de la guerra fría y de las guerras contemporáneas. El fanatismo y el fundamentalismo guerrero no sólo es propio de unos grupúsculos que se reclaman del islam. El fanatismo, el fundamentalismo y la intolerancia se encuentran en nuestras culturas occidentales y en todas las demás. Y la hegemonía económica, militar y política, en interacción, segregaron reacciones similares.
No se puede pasar por alto que la colonización y las hegemonías apenas dejaron nada en las ex colonias. La ocupación colonial se basó en una economía de extracción, fundamentalmente, para financiar las antiguas metrópolis. Se consideró a la población local indígena como seres inferiores, sin voz ni voto. Se negaron a sus culturas y a sus tradiciones culturales. Y se creó inevitablemente el resentimiento, la humillación y el odio en medio de economías de subsistencia desmanteladas. Y se abrieron las puertas a la rebelión de los desheredados, que siempre fueron los grandes ignorados, los grandes desconocidos, los infieles. ¿Por qué extrañarse que ese ‘otro’ que en la escuela nos enseñaron que era ‘infiel’, hoy ellos nos llame a nosotros también ‘infieles’ y ‘cruzados’? Y estos hechos no solamente se sitúan en países arabo-islámicos, sino también en países africanos, iberoamericanos y asiáticos con terminologías diferentes.
Los pueblos y naciones tienen su memoria individual y colectiva. No hay jerarquías entre los seres humanos y entre sus culturas. Esto lo ha tenido que recordar la Unesco con una ‘Convención’ que es ley porque la sinrazón llevó a sustentar lo contrario. Y aquí se encuentra el principal por qué de una Alianza de Civilizaciones, cuyo prioritario objetivo estratégico viene condicionado por crímenes colectivos recientes: los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono; los atentados de Atocha; el atentado contra la sinagoga de la Isla de Jerba en Túnez, los atentados en el Próximo Oriente y en el Golfo, las guerras en Irak, la injusticia sostenida del conflicto israel-palestino… Pero no hay que olvidar lo que está ocurriendo en otras partes del mundo.
Un reto global
Es urgente cambiar el ‘conocimiento del otro’ y las sensibilidades en un largo proceso pedagógico de ida y vuelta. En nuestras sociedades y en las otras. Estamos ante un reto global. Y aquí los sistemas educativos tienen que desempeñar un papel que no lo desempeñan. Hay que reintroducir la enseñanza de la Historia comparada de los pueblos; la Historia comparada de las Ciencias; la Literatura comparada; la Historia comparada del Arte… Hay que revisar muchos manuales escolares, aquí y allí. Es urgente conocerse mejor, respetarse, asumir la dignidad del otro en un nivel de igual y no de arrogancia. Se vive en un analfabetismo inquietante del ‘otro’ que es nuestro semejante y del que tanto hay que aprender. Hay que superar la cerrazón a través de una alteridad sin trampas.
(Recuerdo que en cierta ocasión una colaboradora de la Madre Teresa de Calcuta me habló del profundo respeto de Gonxha Bojaxhiu para las creencias de los enfermos terminales hindúes de sus asilos-hospitales. Nunca aprovechó ella los últimos minutos antes de la expiración para trampear y rociarlos del agua bautismal). Hay que lograr que se pueda avanzar unidos, respetando todas las culturas, religiones y creencias.
Es hora de romper con los estereotipos que se generaron en un pasado de conquista y no de diálogo intercultural. Hay que desprenderse de esa mentalidad que sólo reconoce la dignidad del ‘otro’ si logramos traerlo a nuestro propio terreno de ideas, creencias y tradiciones. El mundo está en avanzado proceso de globalización. Se quiera o no se quiera, la humanidad es, por su propia naturaleza, pluri-cultural y multipolar. Es el resultado del bien más precioso del ser humano: la libertad para construirse y para imaginar su futuro con el denominador de los derechos fundamentales de la persona humana y del derecho de los pueblos a elegir su propio destino.
Francisco J. Carrillo, es académico de San Telmo y miembro del grupo español de la Alianza de Civilizaciones
Fuente: Diario Sur