“Su importancia es enorme, de recuerdo perdurable en todo tiempo y muy codiciada de reyes. Su categoría impresiona a los espíritus. ¡Cuánta guerra ha provocado y hojas de acero se desenvainaron por ella!”
Así nos habla de la ciudad siria Ibn Yubayr, el viajero valenciano de los siglos XII-XIII, condenado a viajar a La Meca por beber vino, siendo visir del valí de Granada. Una peregrinación que le vino de perlas a juzgar por el brillo de su «Rihla», o relato de viajes, uno de los géneros literarios más característicos del mundo musulmán en la Edad Media.
Alepo, una ciudad, al igual que Damasco, que ha derramado casi tanta tinta como sangre (no solamente musulmanas), y que cuenta con una de las mayores densidades monumentales por metro cuadrado del mundo. Tanta como dinastías y culturas la poblaron. Un pasmo de belleza en piedra caliza. Es la ciudad de la leche (eso significa en árabe «halab», Alepo), como nos la describe otro gran viajero de la época, el tangerino Ibn Batuta, del siglo XIV.
Ibn Batuta, que viajó nada menos que a lo largo de 24 años en busca de noticias e impresiones frescas para el sultán marroquí Abu Inan, no escatima en detalles en su célebre «Rihla», acerca de lo que vio. Su itinerario, interrumpido por varias peregrinaciones a La Meca, incluyó estancias en el Magreb, Malí, el Sur de Rusia, Afganistán, así como diez años de estancia en la India y uno y medio en las islas Maldivas, en las que nuestro viajero se prendó del clima y de la sensualidad de las mujeres, casándose con cuatro de ellas. Su minucioso retrato resalta las enormes diferencias culturales del mundo islámico, ya por entonces, y su fascinante riqueza. Mientras que los turcos bebían vino de mijo so pretexto de pertenecer a la escuela teológica hanafí –la más permisiva de todas–, las musulmanas maldiveñas vestían sólo de cintura para abajo, según tradiciones preislámicas, y estaban gobernadas por la sultana Jadiya. Nada de esto parecía turbar a nuestro ilustre viajero de formación ortodoxa.
Como era de esperar, Siria fue uno de sus referentes, y Alepo no escapó a sus descripciones: “La ciudad de Alepo se denomina Halab Ibrahim (leche de Abraham) porque éste habitaba en ella y como quiera que poseía copiosos rebaños, daba de beber leche a los menesterosos, desgraciados y viajeros.” El viajero, una figura respetada en el Islam tradicional:
“Te preguntan cómo deben dar limosnas. Di: el bien que hagáis sea para los padres, los parientes, los huérfanos, los menesterosos y para el viajero” (Corán, II, 215).
La ciudad de la leche
Ese espíritu de hospitalidad apenas ha desaparecido de Siria y de la ciudad de la leche, cuya población se deshace en atenciones al visitante, ofreciendo su casa, su tiempo y lo que haga falta. La ingenuidad y educación de la gente para con el forastero cautiva en un mundo en el que quien no corre, vuela, y al turista lo asaetan a ofrecimientos dudosos.
Alepo es una ciudad venerable, grave. Su relativo abandono se recupera gradualmente gracias a numerosas restauraciones a cargo de organismos sirios, japoneses y alemanes, como la Fundación GTZ, que le están devolviendo su dignidad. Esa venerabilidad, algo decadente, la aporta el peso de las centurias. Se sabe que está habitada desde el segundo milenio a.C. y ya aparecía citada en los archivos Hititas de Anatolia Central, así como en los de Mari (actual Tell Hariri), ciudad situada junto al Eufrates, importante foco de encuentro de las rutas comerciales, habitado sucesivamente por acadios, sumerios e hititas, seguidos, en el 400 a.C., de asirios y persas. En 333, Alepo fue tomada por Alejandro Magno, y ya en época islámica y de cruzadas, Saladino y su saga protagonizaron en ella algunas de sus gestas más sonadas.
No es de extrañar que el poeta Abu Bakr as-Sanawbari, del siglo X, se lanzara arrebatado:
“Que la leche del nublado riegue los ricos pagos de Alepo! / ¡Cuántos goces reúne esta ciudad / y qué existencias deliciosas y felices en ella pasaron, / pese a que la vida no fuera placentera! / Al desplegar allá las flores de sus banderas, / sus ropajes de seda y picos de turbante, / clarea la mañana entre la plata de los arrabales / brillantes en torno al centro de oro.”
Para captar el alma de sus monumentos es conveniente ponerles nombre y dinastía. Selyúcidas, ayubíes, mamelucos y otomanos fueron algunos de los soberanos musulmanes que reinaron en Alepo hasta época contemporánea, y todos dejaron una impronta particular en forma de mezquitas, madrazas, hospitales y caravasares. Pero esa no es más que una de las facetas de un país en el que se hablan hasta 12 dialectos árabes diferentes y habitan 13 comunidades cristianas, desde arameos a ortodoxos, católicos, maronitas y armenios (el 30 por ciento de la población de Alepo). Siria también alberga una importante comunidad kurda asentada en el norte del país, algunos grupos judíos, y diversas ramas del Islam, representadas por suníes, chíies y alauíes, que ostentan la oligarquía.
Ya Ibn Batuta reflejó en su «Rihla» esta complejidad, cuando se refería a los representantes de las cuatros escuelas suníes. “En Alepo hay cuatro jueces, uno de cada uno de las vías («madahib») ortodoxas. Uno era el cadi Kamal ad-Din b. az-Zimlikani, de la secta safi’i, de nobles miras, gran decisión, alma generosa y dotado para las ciencias (…). Entre los cadíes de Alepo se encontraba el juez hanafí, el iman y profesor Nasir ad-Din b. al-‘Adim, de buena figura y conducta (…). Hay que añadir al juez de jueces de los malikíes a quien no citaré. Era hombre bien relacionado en El Cairo y logró el cargo sin merecerlo. También se contaba entre ellos el cadí supremo de los hanbalíes, cuyo nombre no recuerdo…”
Asombrosa amalgama de cultos, culturas y etnias que aún destiñen la vida cotidiana alepense con la mayor naturalidad. Así, en el casco histórico, no es extraño hallar medias lunas entrelazadas con cruces en las alhóndigas otomanas proclamando la convivencia pacífica, varios «mihrabs», o nichos de oración, por cada culto suní en las mezquitas, una catedral armenia en el corazón del barrio cristiano, o una capilla maronita en plena calle, a reventar de flores de plástico y tela. Un auténtico «meltin’ pot» que hubiera hecho temblar a Saladino, el unificador del Islam, enemigo acérrimo no solamente de cruzados, sino de toda suerte de sectas islámicas.
No en vano, desde la ciudadela y su soberbio emplazamiento, Saladino se hizo con Alepo en 1183, alfanje en mano.
“Una ciudadela cuyo pie abraza manantiales / mientras la cima sobrepasa las estrellas de Orion. / Ignora la lluvia porque para ella son las nubes / suelo que sus acémilas hollan por ambos lados”. (al-Jalidi)
Fuente: El País – Babelia, 3 de mayo 2008
Fotografía: Inés Eléxpuru