La auténtica perla de Al-Andalus

Conferencia escrita por Cherif Abderrahman Jah con ocasión de un encuentro organizado por La Fundación los Cedros, Buenos Aires, 1996.

¿Qué es la tolerancia?

Paisaje rural de BosniaSe define la tolerancia como «el respeto o la consideración hacía las opiniones o prácticas de los demás, aunque sean diferentes a las nuestras», o, como «la capacidad de aceptar ideas y opiniones distintas de las propias, y el respeto por las ideas de los otros, principalmente en el campo político y religioso».

En efecto, de entre todos los valores humanos, la Tolerancia ha sido y será la «virtud» al estilo renacentista, más difícil de practicar y la más escasa a través de los siglos.

Llenas están las páginas de la Historia de luchas étnicas, persecuciones religiosas e intransigencias ideológicas. No en balde, en pleno Siglo de las Luces, Voltaire escribió su «Tratado sobre la tolerancia» ante el estupor que le produjo un caso de fanática persecución a una familia de Toulouse por el hecho de ser protestante.

Para el gran filósofo francés, un suceso así era inconcebible en la Francia ilustrada del siglo XVIII, cuando el Edicto de Nantes de 1598, dictado por Enrique IV de Francia, supuestamente había zanjado ya, con una legislación tolerante, las luchas entre católicos y protestantes franceses. Aunque posteriormente fuese revocado por el poder absoluto de Luis XIV, que supuso la vuelta al Antiguo Régimen.

Sin embargo, seguimos sin aprender la gran lección de Voltaire y de todos los pensadores ilustrados: el considerar como extraño a una sociedad evolucionada todo fanatismo e intransigencia. En pleno siglo XX se siguen dando los más graves casos de persecuciones, exterminios étnicos, luchas tribales y marginaciones ideológico-religiosas.

El significado de la palabra Tolerancia lleva implícito el reconocimiento de que la Verdad puede ser contemplada desde diferentes concepciones. Implica, también, el aceptar la existencia del que se ha dado en llamar, el «Otro», en el mismo plano de vivencia que el de «Uno mismo», dejándole a ese «otro» espacio suficiente para su propio desarrollo dentro de sus específicas circunstancias. Significa no interferir, dominar, colonizar… En una palabra, supone no imponer a alguien las propias convicciones, con carácter absoluto, cuando ese alguien no quiere aceptarlas, haciendo uso de lo que es más preciado para el hombre: la libertad de elección y de opinión.

Y como consecuencia de todo ello, esa actitud tolerante conlleva otro gran valor intrínseco: la autocrítica; el no considerar lo propio, ya sea raza, idioma, cultura o religión, como absolutamente superior y, por ello, perfectamente legitimado y susceptible de ser impuesto a los demás, incluso a la fuerza.

Las Escuelas Historiográficas

La lectura de los acontecimientos históricos a lo largo del tiempo y de las interpretaciones de las llamadas escuelas históricas, se ha hecho generalmente desde distintos ángulos y perspectivas, dependiendo siempre de la corriente religioso-política imperante y, sobre todo, de la formación ideológica del propio historiador, ya que por lo general suele ser muy difícil sustraerse de la impronta mental de uno mismo y realizar un análisis absolutamente objetivo de algún episodio histórico.

Anciano marroquíVemos que desde el s. XVI, a las puertas mismas de la caída del gobierno islámico en España, la visión que se tuvo, entre los eruditos hispanos, del musulmán español – «el morisco, o moro» -, arrastraba una fuerte carga peyorativa. Esa imagen, reflejada en el subconsciente del «cristiano viejo» español, iba unida de alguna forma con cierta admiración a lo que representó en los tiempos antiguos ese «moro sabio», al que se rodeó siempre de un halo misterioso de sabiduría con tintes de cierta magia. Pero al morisco convecino de ese cristiano viejo del s. XVI no se le considera sino como un personaje humilde, marginado y, lo que es peor, un hipócrita que finge ser cristiano mientras ocultamente sigue practicando su religión musulmana.

Se trata en este caso -como decía el eminente antropólogo y querido amigo, ya perdido, D. Julio Caro Baroja-, del «cierre de un ciclo de derrota, de dominio y de humillación».

Ciclo en el que se cuestiona simplemente la preeminencia de una idea religiosa sobre otra, que resulta en este caso vencida en 1492.

Este sentimiento, salvo en el paréntesis ilustrado del siglo XVIII que hizo tabla rasa de todas las religiones, se repetirá en el siglo XIX, con el brote de los colonialismos y los posteriores nacionalismos. La relación cristiano-musulmana o si se prefiere, occidental-islámica, en la centuria del XIX, seguirá contemplándose por los historiadores desde la perspectiva del enfrentamiento bélico-religioso. Solamente el paréntesis de orientalismo que imprimieron los románticos europeos y americanos, aportando cierto exotismo al tema, paliará algo esa visión exacerbada de lo islámico, pero tampoco intentará profundizar en las raíces.

Desde una visión estrictamente historicista, se han analizado últimamente las relaciones entre ambas civilizaciones desde la perspectiva intercultural.

Quizá en este campo, que indudablemente ha supuesto un gran avance en relación con las posturas anteriores, se ha puesto más énfasis en el comportamiento histórico-político de los elementos que se analizan, desde la vertiente de la cultura dominada y la dominante -o cultura inferior en relación con otra superior-, así como en el diseño del proceso de aculturación.

Pero como bien dice el profesor L.P. Harvey de la Universidad de Oxford, «el punto débil de esta manera de enfocar las relaciones interculturales, se encuentra en la dificultad de determinar en qué consiste la superioridad». (L.P. Harvey «Límites de los intercambios culturales», p. 90)

Admitida actualmente la importancia de la influencia intercultural y su carácter de avance en la investigación moderna, queda no obstante pendiente de determinar la naturaleza del contexto. Es decir, ¿fueron sólo los factores sociales con su propia dinámica los que hicieron posible esa relación intercultural? ¿o se originó gracias a un clima ideológico adecuado, mediante el cual se pudo actuar con buenas dosis de tolerancia?

Porque, ¿se trata sólo de convivir o es necesario además tolerar al que se considera diferente y hasta opuesto? Y si es necesario tolerar ¿quién marcará el contexto? Indudablemente, una ética plasmada en una norma, al estilo del Derecho Natural para los filósofos, o la Razón para los Ilustrados, que dé amplia cabida a la tolerancia.

Un ejemplo histórico apenas perceptibles

En los más recientes acontecimientos históricos que han supuesto enfrentamientos raciales, políticos o religiosos, es difícil rastrear a niveles institucionales el menor asomo de tolerancia, como si se tratara de una rara especie en peligro de extinción; aunque entre las capas sociales más progresistas se siga ejerciendo esa preocupación por la tolerancia en el marco de los Derechos Humanos.

Sorprendentemente en plena Alta Edad Media, esa etapa histórica que ha sido calificada con cierta ignorancia de «Edad oscura», se vislumbra una serie de actitudes y comportamientos que llevan implícitos grandes dosis de tolerancia.

Para ello ha sido necesario que el investigador entrase hasta el fondo de la cuestión, constatando cada momento de la convivencia que se deja traslucir subliminalmente en una frase de una crónica histórica, e ir desgranando esa comunicación no visible de cultura a cultura.

Y para ser más exactos, en la Alta Edad Media española, en el territorio peninsular conocido como al-Andalus, bajo gobierno y cultura islámicos, se dio una serie de circunstancias en los siglos IX, X y XI, que una vez analizadas pueden avalar la tesis de que la tolerancia existió entre aquellas gentes.

Ahora bien, conviene matizar que la aceptación del «otro», puede provenir por diversos caminos, algunos hasta inconscientes; no solamente de las leyes sino de una interrelación cultural constante, de una convivencia a escala personal, aceptada por ambas partes; una mezcla de etnias por vía de uniones matrimoniales; una aceptación natural y cotidiana de las manifestaciones externas religioso-tradicionales diferentes.

En resumen, el que es «distinto» -empleando criterios de intolerancia- se va volviendo, por aceptación y costumbre, en igual o semejante y, sobre todo, empieza a formar parte de un universo común.

Para llegar a este punto del universo común -y ahí radica a nuestro entender el núcleo de la cuestión-, el individuo debe haberse educado en un sistema socio-cultural, ideológico y religioso donde no se excluya lo que es formalmente distinto, sino que se admita el valor universal de todo lo creado, como común denominador.

Cuando los musulmanes llegaron a Hispania, traían un nuevo concepto del «orden universal de vida», basado en el respeto a la religión de las Gentes del Libro o Ahl al-Kitab, que se concretó en un Estatuto o Pacto, (Ahl al-dimma) vigente con cristianos y judíos, allí donde se expandiera el Islam.

Los Pactos

Un ejemplo de esos pactos, fue el que se firmó entre Teodomiro, gobernador visigodo de Orihuela, y ‘Abd, al-Aziz, hijo de Musa ibn Nusayr, el 5 de Abril del año 713 d.C. Mediante él, el visigodo se sometía a la primacía del gobierno islámico a cambio de que los musulmanes respetaran la religión y la cultura de sus súbditos, al tiempo que le otorgaban una cierta autonomía política.

Se trata del documento más antiguo de la historia de al-Andalus, cuyo texto afortunadamente se ha conservado. Por el interés de su contenido, me parece oportuno reproducirlo aquí:

«En nombre de Dios, Clemente y Misericordioso. Escritura [otorgada] por ‘Abd al-Aziz ben Musa ben Nusayr a Theodomiro ben Gobdux. Que éste se aviene o se somete a capitular, aceptando el patronato y clientela de Allah y la clientela de su Profeta (¡que Allah sea fausto y propicio con él!) con la condición de que no se impondrán dominio sobre él [Teodomiro] ni sobre ninguno de los suyos; que no podrá ser cogido ni despojado de su señorío; que ellos no podrán ser muertos, ni cautivados, ni apartados unos de otros, ni de sus hijos ni de sus mujeres, ni violentados en su religión, ni quemadas sus iglesias; que no será despojado de su señorío mientras sea fiel y sincero, y cumpla lo que hemos estipulado con él; que su capitulación se extiende a las siete ciudades que son: Orihuela, Valentila, Alicante, Mula, Bigastro, Eyyo y Lorca; que no dará asilo a desertores ni enemigos; que no intimidará a los que vivan bajo la protección nuestra, ni ocultará noticias de enemigos que sepa. Que él y los suyos pagarán cada año un dinar, y cuatro modios de trigo, y cuatro de cebada, y cuatro cántaros de arrope, y cuatro de vinagre, y dos de miel, y dos de aceite; pero el siervo sólo pagará la mitad». (Del Bugvat al-multamis fi-l-tarii ahl al-Andalus, de al-Dabbi. Texto castellano de F.J. Simonet)

En el análisis de esta capitulación vemos una serie de elementos:

1. No se impone el gobierno musulmán a este reino visigodo, sino que se mantiene la soberanía de Teodomiro sin que nadie pueda despojarle de ella.

2. Se garantiza la integridad física de todos los visigodos e hispanorromanos del señorío de Orihuela, así como su estatus de libertad, evitando con ello cualquier tipo de esclavitud.

3. Se les protege de las deportaciones y la disgregación, garantizándoles el continuar en su tierra y junto a sus familias.

4. Se prohibe que nadie les importune en sus creencias ni en la práctica de su religión, ni que se destruyan sus templos.

5. Todo ello a cambio de una actitud de fidelidad y de un pequeño tributo, cuya detallada descripción pone en cuestión las frecuentes teorías de los historiadores sobre la general expoliación por parte de los conquistadores árabo-bereberes con las gentes hispanas.

Hasta el propio historiador español del s. XIX Francisco Javier Simonet, autor nada sospechoso de defender la cultura islámica en la historia de España, sino más bien al contrario, no tiene más remedio que reconocer:

«En virtud de este tratado, Teodomiro quedó como régulo o Gobernador inamovible de un vasto territorio que se extendía desde Lorca [Murcía] hasta Valencia, y los naturales conservaron sus bienes, sin otra obligación que la de pagar al Erario musulmán cierto tributo por razón de vasallaje.» («Historia de los mozárabes de España» p. 27).

No olvidemos que nos encontramos en una época, la Alta Edad Media, a las puertas de la caída del Imperio Romano de Occidente (año 476 d.C.), en la que los conquistadores (pueblos germanos, bizantinos o persas) sometían sin más, mediante las armas, a los pueblos conquistados y éstos pasaban a integrar las grandes levas de esclavos adscritos a los latifundiae sin ningún tipo de derechos.

Época también en que abundaban las luchas y persecuciones religiosas entre paganos y cristianos, y éstos con nestorianos, monofísitas y arrianos, en el contexto territorial del antiguo Imperio de Roma, además de las luchas entre los persas mazdeístas y zoroastrianos.

Es cierto que durante la expansión histórica del Islam, no siempre se consumó la conquista con equilibrados pactos de paz, pero no es menos cierto que la filosofía esencial de aquellos musulmanes fue siempre la de ofrecer primero un pacto pacífico, antes de iniciar ninguna acción bélica.

Prueba de ello es que otras muchas ciudades hispanas capitularon con ventajas similares al reino de Oríhuela: Tortosa, Barcelona, Gerona, Lérida, Huesca, Pamplona…

También pactaron la paz con los monasterios de monjes cristianos, como San Pedro de Arlanza, San Pedro de Cardeña y San Millán de la Cogolla, hasta el punto que el propio Simonet reconoce esta actitud tolerante de los árabo-islámicos:

Vestigios antiguos en Siria

«Sabido es que en sus conquistas orientales los árabes respetaron gran número de monasterios existentes a la sazón en Siria, Caldea, Mesopotamia y Egipto. sabemos también que tales monasterios, verdaderos planteles de vida cristiana y civilizada y ricos manantiales de ciencia en medio de la corrupción, anarquía y ruinas de aquellos siglos, eran en gran número bajo la dominación visigoda y subsistieron y aún se aumentaron durante la [dominación] sarracénica». (J.F. Simonet, op- cit. p. 65)

En tierras de al-Andalus, se daba además otra circunstancia, pues los musulmanes consideraban al-Andalus como a una legendaria tierra de promisión. En nuestro libro «El enigma del agua en al-­Andalus», dábamos ya esta referencia:

«Al llegar a nuestra península los musulmanes, en el año 711, le pusieron el nombre de al-Andalus -tierra de los vándalos, según Dozy-. Los musulmanes ya tenían referencias de una tierra lejana en el Occidente, llamada al-Andalus, a través de una serie de tradiciones islámicas y leyendas piadosas; por esta razón esos lugares les eran muy queridos, y a ellos acudían como a una tierra de promisión.» (A. Jah y M. López, op. cit., p. 20)

Fuese por esto o porque su ideología se lo imponía, lo cierto es que el Pacto de ‘Abd al-Aziz con el gobernador visigodo Teodomiro es todo un ejemplo de precoz tolerancia, en los albores del s. VIII. Quizá esas mismas fórmulas pactadas, sí se hubieran firmado hoy en términos semejantes en esas zonas conflictivas de Europa o Medio Oriente, hubieran supuesto un triunfo clamoroso de la paz, sin precedentes en nuestro siglo.

Mozárabes y Judíos

La tolerancia puede surgir, como señalábamos anteriormente, en el marco de una relación intercultural, en el que la cultura «dominante», no obstante su primacía, no impide las demás manifestaciones culturales en su contexto, incluso en algunos momentos éstas se entremezclan en el tejido cultural que domina, embebiéndose de éste pero también dejando su notoria influencia.

Así en al-Andalus, los cristianos podían perfectamente convivir bajo el gobierno musulmán rigiéndose por sus leyes visigodas, Fuero Juzgo, organizando el gobierno político y religioso de su comunidad con sus propios jefes y obispos. De hecho, la historiografía recalca que sus ciudades y poblaciones se regían de la misma forma que sus antiguos Ayuntamientos visigodos. A estos cristianos se les llamó mozárabes mustarib, es decir “arabizados”.

El gobernador de los mozárabes era el Comes, o conde, que en tiempos visigodos era designado por el rey, y en al-Andalus, era el pueblo mozárabe quien lo elegía. A su vez el Conde estaba asistido en sus funciones por una serie de funcionarios cristianos que asumían distintas partes de la administración mozárabe, pero con el tiempo estos servicios fueron siendo conocidos por su nombre árabe:

Qadi-l-Ay, o Cadí Mayor (juez), Zalmedina (el vigilante de la ciudad), Almojarife (intendente de hacienda), Almotacén o Alamín (controlador de pesas y medidas), y el Alarife (el arquitecto o perito).

Todos estos cargos eran desempeñados, a elección del emir de Córdoba, por nobles y príncipes visigodos, como los hijos y descendientes del rey godo Witiza. Nobles que gozaban de la amistad y confianza del emir o califa, y estaban obligados por sus cargos a asistir a los consejos de palacio, presididos por el soberano musulmán en Córdoba.

De hecho, muchos de ellos gozaron de la privanza del emir o del califa, y desempeñaron puestos relevantes en el gobierno musulmán como Rabi’ Ibn Zayd (el famoso Recemundo), obispo de la ciudad de Ilbira, a quien el Califa ‘Abd al-Rahman III (s. X) le encomendó misiones diplomáticas, como la delicada y difícil embajada que desempeñó en la corte del emperador germano Oton I, y la gestión diplomática que realizó ante Constantino, emperador de Bizancio.

Recemundo, que hablaba árabe y latín, gran conocedor de la astronomía y experto en las matemáticas, escribió por encargo del califa al-Hakam II al-Mustansir, (quien al igual que su padre, sentía una gran estima por Recemundo) un libro que denominó el «Libro de los Tiempos», y que hoy conocemos como el «Calendario de Córdoba».

Hay autores que afirman que Recemundo no hizo sino ampliar el texto ya escrito por el secretario cordobés ‘Arib ibn Said. Esta circunstancia, sin embargo, no le quita mérito alguno.

Noria de corriente españolaEn esta obra, además de apreciar su gran erudición sobre temas agronómicos y de astronomía, nos enteramos de la gran cantidad de celebraciones cristianas de los mozárabes en al-Andalus. Por ejemplos, la fiesta de los Reyes Magos o Epifanía el 6 de Enero, que se celebraba en el Monasterio de Peñamelaria; o la de San Cristóbal, el 10 de Julio, cuya tumba visitaban en Almería, dando además lugar a una gran fiesta en el famoso barrio de Saqunda -el de la «Revuelta del Arrabal»- en Córdoba.

Es decir, la sociedad cristiana mantenía y celebraba sus festividades religiosas en torno a sus obispos sin ningún tipo de persecución, y podían acudir a sus iglesias públicamente, ya que se les convocaba con el tañido de las campanas. Leían sus salmos y predicaciones a voces desde el púlpito o cantadas desde el coro y, según nos refiere Simonet: «Permitíaseles conducir a sus difuntos por las calles con la cruz levantada, con cirios encendidos y entonando los salmos de costumbre». (op. cit. p. 128)

La vistosidad de las celebraciones cristianas mozárabes, a veces, hacía que los andalusíes se sintieran atraídos por la curiosidad y presenciaran algunas ceremonias religiosas nocturnas en las iglesias de Córdoba alfombradas de mirto e iluminadas con innumerables cirios.

Por su parte, la juventud mozárabe se sentía atraída por el esplendor cortesano de la Córdoba del s. IX. Eran los tiempos del emir ‘Abd al-Rahman II y de su refinada corte al estilo de Bagdad. De allí procedía Ziryab el kurdo-iraquí que trajo a Córdoba nuevas modas en el campo de la música, la gastronomía, la estética personal y el comportamiento cortesano. Esa cercanía de vivencias -muestra innegable de una sociedad tolerante- no podía eludirse, y los jóvenes mozárabes refinados tenían a gala hablar entre ellos en árabe y vestir a esa usanza, filosofar e incluso pensar a la manera musulmana.

Esa fue y no otra la llama que encendió la protesta de algunos mozárabes en esa época. Muchos historiadores opinan que la famosa revuelta mozárabe que dio lugar en el s. IX a la persecución y martirio de algunos cristianos cordobeses, liderados por San Eulogio y Álvaro de Córdoba, llevaba implícito un carácter de protesta «nacionalista» contra sus propios correligionarios a los que veían deslumbrados y atraídos por la cultura islámica.

En este sentido se manifiesta la prestigiosa historiadora francesa, Dominique Millet-Gérard en su obra Chrétiens mozarabes et culture islamique dans l’Espagne du VIIIe-IXe siècles.

Sólo mediante acciones suicidas, como eran tratar de injuriar al Profeta y al Islam ante las autoridades musulmanas para atraer sobre sí el martirio, podían aquellos mozárabes fanatizados llamar la atención del mundo cristiano y mostrar el rigor de sus jueces musulmanes.

Afortunadamente, el emir cordobés buscó el apoyo de las autoridades religiosas mozárabes para frenar el fanático auto­martirio provocado por el delirio de unos cuantos.

La interrelación socio-cultural continuó, no obstante, entre la población de diversas religiones.

Citaremos algunos ejemplos: Se dio la costumbre entre los cristianos mozárabes de al-Andalus, de circuncidarse a la manera de sus conciudadanos «muslimes», a pesar de que sus prelados sermoneaban en contra. También la población hispano-musulmana frecuentaba las fiestas de cristianos, hasta el punto de llegar a celebrar como una fiesta musulmana más el «Año Nuevo» que los andalusíes llamaban Janeiro en lengua mozárabe, o el 24 de Junio, nacimiento de San Juan Bautista para los cristianos, o de Yahya ibn Zakariya, para los musulmanes.

Cuentan los historiadores que, a pesar del enfado de sus respectivos jefes religiosos, cristianos y musulmanes celebraban conjuntamente estas fiestas con grandes alborotos y alegrías, regalándose mutuamente dulces y manjares diversos, y visitando cortésmente a los vecinos.

En esta panorámica de convivencia en al-Andalus, tuvo un rol muy destacado la población hebrea. Ella ayudó en un principio a los musulmanes a penetrar en la Península, y con ello la situación social de los judíos en Hispania mejoró ostensiblemente, en comparación al trato que les había dado anteriormente el gobierno visigodo.

Prueba de las buenas relaciones con los árabes es que éstos, al iniciarse la conquista (s. VIII), dejaron a los judíos de Granada la defensa de esta ciudad, ya que los musulmanes necesitaban todos sus contingentes militares para poder continuar el avance peninsular.

Pudieron también ejercer libremente su culto y sus leyes bajo el gobierno musulmán; al igual que los cristianos, también eran considerados como Gentes del Libro, y por ello entraban bajo la protección de la autoridad musulmana mediante el pago de un tributo.

Conocedores de la lengua árabe, del latín y, posteriormente, de la lengua romance, los judíos en al-Andalus desarrollaron una importante función, tanto en el comercio como en la política y la cultura.

Gozaron de la confianza de los emires y califas de al-Andalus y ocuparon puestos tan cercanos como el de visir o médico del soberano. Así, resuenan los nombres de Hasday ibn Saprut, médico y embajador del califa ‘Abd al-Rahman III (s. X), Samuel ibn Nagrella, visir y hombre fuerte del rey zirí de Granada, Badis b. Habus (s. XI), o Abu-l-Fad1 Ibn Hasday como visir de los Banu Hud de Zaragoza (s. XI).

En el contexto de la sociedad andalusí pudieron surgir figuras ilustres como la del filósofo y médico Ibn Maymun (Malmónides) o los poetas, Salomon Ibn Gabirol, Mosé ben ‘Ezra y Yehudah Ha­Levi. Sin renunciar a su cultura de origen, todos ellos fueron una clara muestra de la interrelación cultural que proviene de la tolerancia.

El aspecto político y cultural

En al-Andalus continuaron los pactos y negociaciones de paz especialmente en los tiempos califales (s. X). ‘Abd al-Rahman III y su hijo al-Hakam II, fueron los artífices e impulsores de las relaciones diplomáticas con los reinos cristianos de la Península Ibérica o de tierras más lejanas.

Mucho se ha escrito sobre estas embajadas en cuya descripción por los cronistas árabesf muchos historiadores actuales han querido ver una copia de las embajadas ante el califa abbasí de Bagad.

Lo cierto es que estas visitas diplomáticas propugnaron las relaciones políticas con los reyes cristianos más importantes de la época. Suponían el agasajo y suntuosa hospitalidad por parte del Califa cordobés en alguna de sus almunias reales y el intercambio de regalos casi siempre ostentosos y en muchas ocasiones inéditos, como el tratado la Materia Médica del médico griego Dioscórides, regalado al Califa por el emperador de Bizancio.

También se realizaba con este motivo intercambio de prisioneros; gentes correligionarias de los respectivos reinos que gracias a esa labor diplomática quedaban en libertad, como los prisioneros musulmanes que llevó a Córdoba el embajador de Borrell I, señor de Barcelona.

Así, reyes tan ilustres como la reina Toda Aznar, descendiente del legendario Iñigo Aritza, conocida como Tota de Navarra, mujer de Sancho I Garcés (905-926), fue personalmente a Córdoba junto a su nieto Sancho «el Craso», para pedir al califa’Abd al-Rahman III, que un sabio de su corte, el médico Hasday b. Saprut, devolviera a su nieto «la primitiva astucia de su ligereza», es decir, le curara de su obesidad, que le impedía acceder al trono del reino de León.

El Califa actuó como un auténtico árbitro de esta querella sobre el trono leonés, ya que también se encaminó a Córdoba el otro aspirante, Ordoño «el Malo», primo de Sancho para pedir la protección califal a su pretensión.

Córdoba en el siglo X se erigía no sólo en árbitro de luchas intestinas entre los propios reinos cristianos peninsulares, sino que desplegaba en cada audiencia de embajadores toda la solemnidad y riqueza del protocolo califal en los suntuosos salones de la ciudad-palacio de Madinat al-Zahra, a las afueras de Córdoba.

También llegaban a Córdoba, pero esta vez en «busca del saber», los estudiosos de la Europa medieval. Incluso un futuro papa, como el noble Gerberto de Aurillac, más tarde elevado al solio pontificio con el nombre de Silvestre II, quien supo adquirir entre los sabios musulmanes el dominio perfecto del astrolabio árabe.

Esta concesión a la liberalidad, muestra de un espíritu abierto, le valió con el tiempo a Gerberto las críticas de sus correligionarios, ya que se decía había ido a al-Andalus a aprender la magia árabe, de la que llegó a ser maestro.

Conclusión

Creo que debemos insistir, sin cansancio, en proclamar que este lenguaje de la tolerancia social y cultural puede ser uno de los vínculos más eficaces y duraderos para acercar a los hombres de distintos países e, incluso, de distintas ideologías, porque su proyección tiene un mensaje de carácter universal.

Mensaje que hoy adquiere tintes trágicos con los recientes sucesos de Yugoslavia, y cuya falta de aplicación sólo puede imputarse a los gobernantes.

Por ello no es posible restringir el intercambio socio-cultural solamente al estrecho laboratorio de las erudiciones y de las especialidades, pues, aunque necesarias y loables, sólo aprovechan a unos pocos especializados y las reflexiones se pierden entre los fríos muros de las aulas.

Habrá que difundirlo a las gentes con un mensaje específico: el aprender de la Historia, auténtica maestra de la vida. Especialmente la historia de aquellas sociedades que quisieron superar sus graves diferencias, haciendo uso de esa perla, hoy muy escasa y casi extinguida: el aprender a vivir en la tolerancia de los que no son iguales.

En un reciente congreso en Madrid, manifestaba en mi ponencia:

«No hace falta colonizar ni destruir otras culturas, porque cada una de ellas encuentra un nexo común en esa universalidad que también contiene el Islam. En ella encuentran todas su respuesta adecuada, ya que se trata de un mensaje común que cala en el alma del ser humano y transciende más allá de la propia circunstancia cultural de cada persona.» (En «Un mensaje universal”, p. 108)

Creo que estas afirmaciones pueden resumir aquí la cuestión de la tolerancia de mi ponencia.

Bibliografía

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